No pasan desapercibidas las novelas de Patricio Pron. Nunca pasan desapercibidas. Autor de El comienzo de la primavera, Nosotros caminamos en sueños, No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles y Mañana tendremos otros nombres —con la que ganó el premio Alfaguara—, entre otros libros, acaba de publicar La naturaleza secreta de las cosas de este mundo y el título ya anticipa el desafío de mirar a contraluz, a contrapelo. Así es como se lo lee.
Los protagonistas de su nueva nueva son Olivia y Edward, una hija actriz y su padre pintor; un padre ausente que la abandonó cuando ella tenía catorce años. La trama comienza con un accidente: “Va a chocar, va a perder el control del automóvil y va a embestir las vallas que separan la carretera del bosque y de los secretos que éste oculta, pero Olivia aún no lo sabe; no tiene idea de lo que va a sucederle en un momento, cuando un recuerdo de una intensidad desusada la asalte, rompa sobre ella como una ola y la arrastre consigo”. Pron escribe con elegancia y nervio.
Dividida en dos nouvelles interdependientes como las caras de una moneda —pero “las monedas tienen tres caras” y por eso hay un epílogo—, la primera parte sigue a Olivia. Durante ciento veinte páginas la vemos en esos veinte minutos previos a la tragedia, la obsesión de la búsqueda es un hueco que se abre en el piso. La segunda parte tiene la misma cantidad de páginas, pero atraviesa un período de veinte años en la vida de Edward. No explica por qué se fue, pero, si no lo entendemos, al menos lo vemos, la sentimos. Porque si en la parte de Olivia se impone lo fantasmático, en la de Edward irrumpe lo sensorial, lo material. Como en las novelas de André Gide, la tensión no se resuelve: a la literatura, parecería decir Pron, no le toca revelar los secretos.
La naturaleza secreta de las cosas de este mundo habla de decisiones: de esos momentos en que uno está obligado a decidir aunque sabe que el camino que tome terminará por destruirlo. “Escribí esta novela para evitar convertirme en alguno de mis personajes”, dice ahora Patricio Pron en esta entrevista, “por esa razón escribo libros”.
—Si se escribe siempre desde una herida, ¿cuál es la tuya?
—Es difícil hablar de uno; creo que era Freud quien decía que la mayor parte de las personas pasan toda la vida intentando averiguar algo acerca de sí mismas, algo que cualquier persona conoce tras hablar diez minutos con ellas. Diría que una de las cosas que me ha marcado más profundamente es sentirme muy a menudo fuera de lugar. Y entonces apuestas por la posibilidad de que haya un lugar donde no vayas a sentirte así. Tal vez eso haya sido lo que llevó a que me marchase. Pero incluso antes de marcharme, había producido una literatura que estaba desgajada de las tendencias principales de la literatura argentina. Como si fuese la rama que se aparta del tronco principal de un árbol, por lo demás, muy frondoso. Sentirte fuera de lugar todo el tiempo puede generar una herida, como decías, pero también puede ser muy útil para escribir. Entre otras cosas porque un escritor procura crear una lengua privada en el interior de una lengua nacional y para ello necesita estar al menos a un palmo del sitio donde está la mayor parte de las otras personas.
—¿La vida privada es lo que trasciende en títulos como La vida interior de las plantas de interior o La naturaleza secreta de las cosas de este mundo?
—Todos tenemos secretos que no revelamos. No solo por pudor, sino también para no dañar a otros. En última instancia, estar fuera de lugar es bueno para escribir. El fundador del judaísmo jasídico sostenía que en el exilio está la verdad. Por supuesto, no es necesario decirlo, yo no estoy exiliado. Pero tal vez en el hecho de dirigirte a ese fuera lugar te montes en algo que te habla acerca de ti mismo. Es lo que les sucede a mis personajes. Todos ellos tienen el enorme deseo de ser libres y de quedar al margen de los condicionantes de raza, clase, género y nacionalidad que operan sobre nosotros. Creen que marchándose van a descubrir algo acerca de ellos mismos que no conocen todavía.
—En tus libros hay muchas voces, pero no hay diálogos. ¿Por qué?
—No soy un buen escritor de diálogos. Es simplemente eso. Quizás tampoco tengo un gran oído para la lengua coloquial, y por consiguiente mis novelas no están repletas de coloquialismos.
—¿Por eso escribís “automóvil” y “autobús”, por ejemplo?
—Uno escribe del modo en que habla. En marzo, sacaba la cuenta, habré pasado ya más tiempo de mi vida fuera que dentro de Argentina. Ahora, incluso, tiene menos sentido tratar de imitar una lengua nacional.
—En los libros de escritores argentinos que viven en el exterior aparece la tensión entre la lengua hablada y la lengua escrita. Pero, en tu caso, siento que la tensión no pasa por cuán argentino es el libro, sino por encontrar una forma de escribir.
—Sí, porque, como decía antes, uno crea una lengua privada en el interior de una lengua nacional. Eso es lo que han hecho todos los escritores de relevancia: lo hizo Joyce, lo hizo Borges, de alguna manera lo hizo Italo Calvino. Fogwill es un buen ejemplo: creó un lenguaje y una música. Hay una música Fogwill, como hay una música Silvina Ocampo, Arlt, Walsh. Los grandes escritores fueron capaces de crear un lenguaje propio, y no me refiero únicamente a la adjetivación borgeana procedente del siglo de oro. Pienso en la inclusión de marcas comerciales en la literatura de Fogwill o en las neolenguas de autores como Marcelo Cohen y Alberto Laiseca. Hay una melodía reconocible en los libros de Alan Pauls, en los de Rodrigo Fresán, en los de María Moreno. La pregunta por el estilo no es solamente cómo haces lo que crees que haces bien, sino cómo evitas hacer lo que no haces bien.
—¿Cómo es en tu caso?
—En todos mis libros hay una apuesta que tiene que ver con limitaciones mías. Mañana tendremos otros nombres respondía a la pregunta privada de si puedo yo contar una historia de amor y hacer que sea una historia contemporánea y que no ratifique los viejos estereotipos sino que diga algo acerca del modo en que vivimos actualmente. En La naturaleza secreta fue lo mismo, aunque con otro tema: ¿puedo yo hablar de tres personas que huyen de sí mismas y aspiran a algo tan poco frecuente en estos momentos como la redención?
—Uno de los personajes vincula el trabajo de los policías con los escritores. Piglia hablaba, creo que en El último lector, del detective como lector.
—Piglia dice que el detective es la figura más popular del crítico literario, el que reordena las tramas dispersas de la realidad y les otorga un sentido. Por supuesto, Piglia está muy presente en el libro. Sobre todo en la forma de pensar la realidad como algo que no puede ser narrado y que, sin embargo, debe ser narrado. Los personajes de esta novela son como nosotros, en la medida en que viven histéricos y exhaustos. Viven en un mundo que, en las últimas décadas, parece tener aún menos orden y sentido. Y, sin embargo, descubren que es en la narración donde es posible anudar y restablecer el viejo vínculo entre las palabras y las cosas.
—Otra vez, la pregunta sobre la escritura.
—Antes me decías que mis libros hablan de las condiciones de producción de la literatura. Supongo que lo que estoy pensando con esta novela es cómo se restituye el sentido en una sociedad sometida a estímulos discontinuos y veloces que impiden a las personas siquiera hacerse una idea de ellos. Tenemos un mundo de lo virtual que, por su condición, creemos que es menos real que el real. Y sin embargo decenas de miles de personas toman decisiones importantes en virtud de esos estímulos contradictorios y violentos que presiden la comunicación en el ámbito de lo virtual. Y hay realidades que son inescapables vinculadas con la raza, el género, la clase, la nacionalidad, que coexisten con estos estímulos y se articulan de manera muy singular con ellos.
—¿El arte es una respuesta a la búsqueda del orden? Aún con las críticas y censuras que le hacés al arte, ¿puede funcionar como tal?
—Sí. Las experiencias artísticas que se constituyen como experiencias en términos benjaminianos. Recordarás las tesis sobre la historia de Benjamin, cuando percibió que quienes regresaban de las trincheras de la Primera Guerra Mundial no podían narrar lo que les había sucedido, y eso le llevó a hablar del empobrecimiento e incluso la desaparición de la experiencia entendida como algo que produce sentido. La técnica que nos había dado el magnífico logro del asesinato de distancia había hecho inenarrable la experiencia en las trincheras y luego se ha extendido tanto que alcanza también las vidas pacificadas de todos nosotros. Su efecto sigue siendo el mismo: la imposibilidad de narrar quiénes somos, de narrar la experiencia. El arte aún ofrece eso. Por supuesto, hablar del arte en general es hacer una abstracción demasiado amplia y profundamente cuestionable, pero hay determinadas circunstancias que hacen de ciertas cosas algo parecido a una experiencia.
—¿Por ejemplo?
—Recuerdo, por ejemplo, cuando vi por primera vez el Guernica de Picasso. Yo tenía una idea completamente errónea del cuadro. Creía saber qué era, pero no lo supe sino hasta que estuve frente a él. El semestre pasado estuve trabajando como profesor invitado en la Universidad de Colonia en Alemania. Tuve la oportunidad de visitar muchos de los museos de la cuenca del Ruhr, y todas las veces salía completamente deslumbrado. La literatura, cuando fluye, cuando te hace olvidar que el teléfono está a tu lado, también es una experiencia de ese tipo. El teatro desde luego lo es. Es uno de los pocos sitios en los que las personas se ven obligadas a apagar sus teléfonos móviles y donde se produce algo que en sustancia no va a volver a repetirse de la misma manera. Eso, en el contexto actual, le otorga al arte una función de resistencia que me gusta mucho. Se trata de producir sentido a algo parecido a un ejercicio de inteligencia colectiva.
—En la novela hay influencias literarias de, entre otros, de Hawthorne y Conrad. ¿Por qué?
—Todos mis libros tienen lo que Roberto Bolaño denominó una sombra literaria. Efectivamente hay una constelación de autores que estaba dando vueltas en mi cabeza durante la escritura de la novela y de forma más visible, aparecen Wakefield y otros relatos de desaparición. ¿Recuerdas que Piglia decía que escribir cambia la forma de leer? Ese es uno de sus grandes aciertos. Desde el momento en que comienzas a escribir, lees de una manera muy especial. Y si tienes la fortuna de ser un escritor a tiempo completo, como en mi caso, estás leyendo para escribir. Digamos que leo para escribir, pero sobre todo escribo para leer: hay un libro que quieres leer y no está siendo escrito, y entonces lo tienes que escribir tú.
—Otra frase que marqué es cuando uno de los personajes dice que hay muchos periodistas que escriben novelas. ¿A qué apunta esta idea: es una crítica al realismo, a los modos de producción?
—Sería muy fácil decir que esto no lo digo yo sino un personaje. En Argentina tenemos una magnífica tradición de vínculos muy estrechos entre la literatura y el periodismo. Muchos de nosotros nos hemos formado como periodistas. De modo que esto no es un juicio de valor. No es que yo suponga que el periodismo es una versión degradada de la literatura o algo por el estilo. Décadas de magnífica crónica en Argentina —y en América Latina en general— han desdibujado un límite que, en mi opinión, no debería trazarse excepto en relación con el problema de la verdad. Sin embargo, se han producido cambios, que son básicamente económicos, y que han determinado que muchos escritores, ya sea que vengan del periodismo o no, conciban la literatura como una forma de hablar de sí mismos.
—¿La autoficción?
—No estamos seguros de que Hemingway haya dicho que hay que escribir acerca de lo que sabes, pero, al margen de si lo ha dicho o no, es uno de los peores consejos que puedes darle a alguien. La literatura no consiste en encontrar lo que sabes, sino más bien procurar averiguarlo. A menudo averiguas cosas que no sabes que querías averiguar. Si un libro es bueno, produce en ti efectos que sobrepasan largamente lo que creías que iba a producir y te da algo que no sabías que necesitabas. Por eso, más allá de la boutade de mi personaje, hay determinados cambios en la forma en que los libros se escriben, circulan y son comunicados que redujeron la literatura a una especie de mero reporterismo, generalmente vinculado a un trauma que tiene que resonar en nosotros. Y no estoy seguro de que eso produzca buena literatura. Hay una suma de ingenuidad y cinismo que opera a diferentes niveles en casi todos los ámbitos que hacen a los libros, y el convencimiento total o parcial de que la literatura debería ser contar algo que te pasó.
—Pero eso no es nuevo.
—No, por cierto. Recuerdo que, hace quince años, cuando daba clases en Alemania, la primera pregunta de nuestros alumnos, que eran especialmente dotados, a los autores invitados era si lo que narraban les había pasado. Recuerdo especialmente una situación con César Aira. Él amablemente respondió que en sus novelas hay monstruos y mutantes y gente que vuela y que, por consiguiente, esto no le había pasado a él. Y la temperatura de la habitación del salón de clases bajó varios grados. A partir de ese momento todo fue un desastre. Pareciese que algunos no están dispuestos a darle a la literatura el sitio que tiene como ámbito de producción de sensibilidades y de ideas y de puesta en cuestión de la realidad.
—¿Por qué eso se acentúa hoy?
—Las personas creen que lo que ven en las redes sociales es algo más que una ficción. Que los muy curados perfiles de determinadas figuras serían algo parecido a una forma de autoexpresión. Es una confusión dominante. Desde luego, puedes fingir que eso no sucede y continuar escribiendo novelas como siempre las has escrito. O puedes tener en cuenta estas confusiones y tratar de hablar acerca de ellas. Si los libros son buenos, proyectan sus sombras sobre la realidad. Hay libros que nunca acabas de leer, en el sentido que continúan produciendo sentido para ti. Yo podría decir que nunca he terminado de leer el Diario argentino, de Gombrowicz. Las circunstancias de las que estamos hablando ponen a la literatura en lugar de resistencia. Las mesas de novedades están llenas de elaborados fingimientos de la literatura, pero que no son literatura. Sin embargo, hay todavía editores y autores que no han perdido de vista que la literatura debe ser un acontecimiento significativo. La literatura es, en este momento, el único ámbito donde las cosas pueden ser de determinada manera y a la vez exactamente distinta. Los libros tienen la posibilidad de concebir un mundo otro y unos otros distintos. Mi novela puede estar inspirada en el siglo XIX, pero pretende ser contemporánea. Desde el momento en que se estableció un cierto consenso acerca de que mis libros eran novelas inspiradas en la historia, decidí que, al menos por un tiempo, iba a dedicarme de lleno al presente.
—¿Lo que decís es que hay que preservar a la ficción por sobre la no ficción?
—Yo no tengo problemas con eso, excepto en relación con la confusión entre ambos términos. Cuando los agregadores de noticias te ofrecen un artículo sobre los “Diez libros para entender Europa”, si son buenos ejercicios de no ficción, desde luego no hay nada que objetar. Pero si dicen “Cinco novelas para entender la Argentina que viene”, no estoy muy seguro de que funcione. Yo nunca he sentido la presión ni el deseo de escribir una novela para explicar nada. Mucho menos algo tan complejo como la Argentina. Hay una literatura con lectores e intérpretes muy destacados en Argentina; la única pregunta que tenemos que formularnos es de qué manera continuará siendo significativa en los años que vienen. Sobre todo considerando que, como dijo John Gillard, nos encontramos en una sociedad postletrada, en la que muchas personas tienen dificultades para entender enunciados de cierta complejidad. Y en la que, además, lo que otorgaba sentido a muchos textos, que era la plasmación de una sensibilidad específica, está siendo puesto en cuestión allí donde más y más textos están siendo producidos por máquinas.
—Ya hay librerías que venden exclusivamente libros escritos por inteligencias artificiales.
—Es desconcertante. No solo es peligroso el hecho de que cualquiera pueda crear fake news, sino que el tipo de comunicación que producen las máquinas, que los ingenieros denominan una comunicación subóptima por no decir mala, en algún momento nos habituará a creer que esa comunicación subóptima es el estándar. Si ves catálogos y libros, verás los manierismos de las contraportadas y las frases promocionales: son una forma de comunicación subóptima a la que desafortunadamente nos hemos habituado. ¿Cómo podríamos evitar que otras personas se habitúen a títulos completamente descabellados sin relación con el contenido del artículo, o al fingimiento habitual del hallazgo del mejor escritor de su generación cada aproximadamente quince días? O peor: que un libro debiera expresar condicionantes de raza, género, clase y nacionalidad que tan bien operan en el mercado y que, sin embargo, tan poco tienen que ver con la producción de sentido.
—En relación a eso, tu novela tiene mucho de argentino —incluso la desaparición como tema— pero no tiene marcas de la Argentina.
—Ninguno de mis libros lo ha tenido nunca. Excepto El espíritu de mis padres sigue ascendiendo en la lluvia.
—Bueno, ese es un libro particular.
—Sí, muy particular. Y Nosotros caminamos en sueños/Una puta mierda que es sobre Malvinas, aunque tal vez no lo es de manera directa o explícita.
—Pero La naturaleza…
—Sí. Yo creo que es el tipo de escritura que escribes cuando sabes que todo lo importante del país lo llevas contigo: un cierto sentido del humor, una cierta forma de mirar, una negatividad casi adorniana que nos persigue a todos los que nos hemos formado en Argentina. Una especie de judaísmo ambiental, diría yo. Incluso quienes no somos judíos tenemos una relación extrañada con las tradiciones y demás. Lo que el propio Borges observó en «El escritor argentino y la tradición«.
—¿Sentís que formás parte de esa tradición borgiana?
—Sí, desde luego. En las últimas décadas se ha producido una serie de efectos de distorsión en la literatura argentina que ha determinado la obligatoriedad de hablar de ciertos temas, de ciertas formas y de apelar a un territorio compartido por lectores y autores, a menudo anclado geográficamente en regiones de Argentina. Pero, si lo piensas bien, es ligeramente reaccionario. Sobre todo en la medida en que reacciona a una idea errónea: la idea de que la literatura argentina sería esencialmente fantástica. Alguien decía que convertirse en un escritor es convertirse en un cliché. Pero uno debería evitar que eso le suceda y debería evitar que sus libros sean estereotipados. Sobre todo, uno debería evitar que los libros sostengan su promesa durante aproximadamente 40 páginas, que es el máximo que le dedico a ciertos libros. Podría decirte los tres libros de los que leí 40 páginas la última semana, pero sería incapaz de recordar los títulos, el nombre de sus autores y de qué trataban. Posiblemente mezclara los títulos, autores y argumentos. Nadie quiere vivir una y otra vez el mismo día de su vida. Entonces ¿por qué razón querrías leer una y otra vez el mismo libro con otra portada y con otro nombre?
En una versión anterior, este artículo fue publicado en Infobae