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Cuando Mercedes Sosa desafió la censura, enfrentó las amenazas de bomba y a sus canciones les crecieron alas

Hace 42 años la gran cantante argentina volvió al país, con una dictadura en retroceso pero todavía en el poder. Operativos policiales, negociación y una emoción que perdura.

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Y un milón de manos que me aplauden
«Y un millón de manos que me aplauden. Mercedes Sosa y la vuelta de la democracia», de Facundo Arroyo (Gourmet Musical)

Tres años y cuatro meses. Desde el último recital que no pudo terminar porque la policía se la llevó presa hasta el primero de los trece que dio en el Teatro Ópera pasaron tres años y cuatro meses. Desde siempre, las dictaduras y los gobiernos autoritarios han tenido una relación conflictiva con los artistas: la música y la poesía son vehículos de expresión, de sensibilidad, de libertad, de compromiso. Mercedes Sosa fue todo eso a la vez. Y pagó el precio.

El 20 de octubre de 1978, Mercedes dio un recital en el Almacén San José de La Plata, un lugar donde solían reunirse los militantes de izquierda a discutir de política. Ella ya era una artista consagrada, pero tenía el gesto de tocar en lugares chicos, con el escenario cerca de la gente. Esa noche, cantó ante trescientas personas —y muchas más que se quedaron afuera, sin lugar— que escuchaban un set de temas muy pensados, muy elegidos. Se sabía que iba a tocar Zamba de mi esperanza —que estaba prohibida por tener la palabra esperanza; de ahí el verso “Prohibiremos la esperanza” de Piero—, pero tenía la directiva de no excederse.

La voz de Mercedes era la voz de los sin voz; ella entendía esa responsabilidad, ese destino. Y entonces cantó Cuando tenga la tierra. Con los primeros acordes un grupo de policías vestidos de civil irrumpió en la escena: se la llevaron presa a ella, a su hijo Fabián Mathus, al guitarrista Colacho Brizuela y a las trescientas personas del público. Mercedes ya había sufrido que sus canciones no se pasaran en la radio, pero desde aquella noche, la situación se volvió insoportable.

Ese mismo año, Daniel Grinbank había organizado un concierto en el Teatro Premier donde iban a tocar Mercedes y Raúl Porchetto pero a pocos minutos del comienzo el aviso de una posible bomba —la estrategia habitual para aplicar la censura sin hacerla explícita— hizo que se suspendiera. Esa noche le prometió a Grinbank que el próximo recital que diera en el país lo iba a producir con él. Poco después empezaron las llamadas telefónicas, las amenazas de muerte y el acoso de la Triple A. Y Mercedes se marchó al exilio.

Las canciones nos hacen libres

Facundo Arroyo acaba de publicar un ensayo sobre el tiempo en el que Mercedes estuvo condenada a vivir en el extranjero y sobre cómo se realizó la vuelta, con aquellos trece recitales míticos que dio en el Teatro Ópera —con la producción de Grinbank, como había prometido—, que significaban mucho más que el regreso triunfal de la hija pródiga: eran el signo de que la dictadura estaba llegando a su fin. El libro se llama Y un millón de manos que me aplauden —en referencia a la canción Cuando ya me empiece a quedar solo, de Sui Generis, que Mercedes cantó con Charly García— y salió por la exquisita editorial Gourmet Musical.

Mercedes, dice Teresa Parodi en uno de los prólogos, “nos dio su corazón entero en cada canción que echó a volar por todos los cielos, nos hizo libres, nuevos, soberanos pese a todos los dolores, todas las ausencias, todo el desamparo”. Y Romina Zanellato en el otro: “Durante su exilio giró por el mundo, conoció personas ‘importantes’, se presentó frente a los públicos más diversos, que no entendían lo que ella cantaba (ojalá que la hayan sentido). El dolor, sin embargo, le crecía y no lo disimulaba. Cada vez que podía decía que esos años fueron duros, muy difíciles, y que sólo podía sostenerse por el amor de su público”.

Es un buen libro el de Arroyo. Breve: tal vez demasiado breve. Quizás porque la brevedad sea la única manera de contar semejante hazaña.

Operativo retorno

Con la salida de Viola y la llegada de Galtieri, la dictadura trató de mostrarse moderna, abierta, cosmopolita. Fue un espejismo de verano. Querían dar en el exterior la imagen de una Argentina integrada al mundo, con políticas que promovían el progreso y acercamientos a Reagan. Pero en el plano nacional, la crisis económica se había agudizado; la pobreza y el hambre eran cuestiones cada vez más presentes. Monseñor Novak, obispo de Quilmes había empezado a organizar ollas populares. La CGT con Ubaldini a la cabeza marchaba a San Cayetano pidiendo “Pan, paz y trabajo”. Y los partidos políticos se habían reunido en torno a la Multisectorial reclamando el camino hacia la transición democrática. Todo el conjunto repercutía en controles más laxos y permisivos.

Pero en una entrevista de la revista Humor, Mercedes decía que todavía no podía volver: “Pienso que, si pudiera, los empresarios me hubieran hablado. En radio algunas canciones me pasan; acabo de escuchar que Larrea me pasó hoy un tango, y esporádicamente algunas otras cosas”. Cuando Grinbank leyó la frase, recogió el guante y empezó a darle forma al operativo retorno. “Comienzan las grietas y creo que nos podemos meter en una”, le escribió.

Mariano del Mazo decía en un ensayo incluido en Escuchar Malvinas (compilado por Esteban Buch y Abel Gilbert; publicado por Gourmet Musical) que Mercedes “había partido como una cantante folklórica, agreste y expresiva y en los escenarios de Europa se reconfiguró como una bandera”. Era la cara de la libertad, la mujer que luchaba por los oprimidos y seguía la línea de Violeta Parra y Atahualpa Yupanqui. “Erraba por el mundo como vocera de las resistencias a las dictaduras”, sigue Del Mazo. Con ese ímpetu volvió en febrero del 82.

Pese al optimismo de Grinbank, la vuelta fue planificada en la incertidumbre; la casa que estaban construyendo pronto podría revelarse como un castillo de naipes. Grinbank pensó que el Teatro Coliseo les iba a dar un poco de seguridad, porque dependía del consulado italiano. Pero ante la negativa, tuvo que buscar otro lugar y ahí aparecieron los hermanos Lococo que ofrecieron el Ópera. En las semanas previas salieron publicidades en los diarios que, conforme se acercaba la fecha del estreno, eran cada vez más grandes.

Coco Rapallo, del diario Clarín, fue otro de los arquitectos. El 16 de febrero, apenas dos días antes del primer show, Mercedes llegó a Ezeiza y él fue a buscarla con un fotógrafo. Una sonrisa incontenible junto a sus músicos, José Luis Castiñeira de Dios y Omar Espinoza. La cobertura ponía presión a cualquier intento de parte de la dictadura por evitar los recitales.

Sin embargo, ninguna de las noches fue fácil. En la primera hubo amenazas de bomba y la policía montó un operativo pensado para amedrentar al público: acordonaron la Avenida Corrientes y tomaron los datos de todos los asistentes. El Ópera es un teatro grande, para miles de personas. El procedimiento engorroso hizo que el horario se fuera corriendo cada vez más tarde. Mercedes en su camarín estaba consumida por la ansiedad. Sentía que estaba cerca y que a la vez le faltaba tanto.

—¡Arrancamos ahora o me voy a la mierda!

La voz de Latinoamérica

Daniel Grinbank y Fabián Mathus negociaron con los censores las canciones que Mercedes iba a tocar. Una lista que ella, por supuesto, no respetó. Una noche, por ejemplo, cantó La carta, de Violeta Parra, que estaba terminantemente prohibida: “Esperando una noticia / me viene a decir la carta / que en mi patria no hay justicia / los hambrientos piden pan / plomo les da la milicia”

Arroyo hace en el libro un detallado trabajo documental e incluye la lista de todos los temas que tocó Mercedes: Soy pan, soy paz, soy más, de Piero, Drume, negrita, de Eliseo Grenet, Sueño con serpientes, de Silvio Rodríguez, María va, de Antonio Tarragó Ros, Al jardín de la república, de Virgilio Carmona, Gracias a la vida, de Violeta Parra, Alfonsina y el mar, de Ariel Ramírez y Félix Luna, El cosechero, de Ramón Ayala, Como la cigarra, de María Elena Walsh, Sólo le pido a Dios, de León Gieco, La flor azul, de Antonio Rodríguez Villar y Mario Arnedo Gallo, Los hermanos, de Atahualpa Yupanqui, Las arenas, de Gustavo Cuchi Leguizamón y Manuel Castilla, Años, de Pablo Milanés, Los mareados, de Enrique Cadícamo y Juan Carlos Cobián (con el bandoneón de Rodolfo Mederos), Cuando ya me empiece a quedar solo, de Charly García, Volver a los 17, de Violeta Parra, Fuego en Anymaná, de Armando Tejada Gómez y César Isella, Pollerita colorada, de Julio Espinoza, Carnavalito del duende, de Leguizamón y Castilla, Pollerita, de Raúl Shaw Moreno, Canción con todos, de Tejada Gómez y César Isella.

Con canciones de Chile, Brasil, Cuba, es un fresco que, antes que a la Argentina, pinta a toda la región. También tenía la vocación de entablar un diálogo con las nuevas generaciones y por eso ahí están Gieco, Piero, Charly. Con ellos mantuvo unas amistades infinitas. Gieco, que también se había ido al exilio y había vuelto un poco antes, contaba que le había mandado un cassette con sus canciones. “Sólo le pido a Dios” todavía no era tan conocida; el disco había sido prohibido y pocos la habían escuchado. Pero una fue Mercedes, que supo que había un tesoro. “Cuando cantamos juntos Sólo le pido a Dios’ en aquel Ópera, decía Gieco, “sentí que a la canción le crecían alas”.

Sin la presencia de los grandes medios, las diez noches —fueron trece conciertos porque el último fin de semana hubo doble función— casi no tienen registros fotográficos. Pero las únicas fotos que hay tienen la fuerza de lo icónico. En una, el público se amucha en la entrada del teatro; en otra, Mercedes, de espalda a la cámara y de frente a ellos, los saluda delante de un mar de rosas.

Los conciertos se grabaron y poco después —ya en medio de la guerra de Malvinas— salió el disco doble con una selección de canciones que se volvieron clásicos inmediatos. Mercedes Sosa en Argentina fue el disco más vendido de la historia hasta que Fito sacó El amor después del amor en 1992. Todos teníamos el disco de Mercedes; fue fundamental en la educación sentimental de la generación.


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