Hay una cuestión que subyace en la obra de todos los escritores, y es el asunto sobre la literatura o la vida. En un extremo aparece Borges, para quien la pregunta ni siquiera tendría lógica, porque todo en él es literatura. Tanto así que, como dice Beatriz Sarlo en Borges. Un escritor en las orillas, casi no importa su biografía por fuera de los libros. Del otro lado, están las aventuras de Hemingway que influían directamente en sus textos. Y entre ellos, tantas respuestas como escritores. Podría decirse incluso que ensayar una respuesta es la condición necesaria para convertirse en escritor.
Para Rodrigo Fresán, la literatura es el modo de entender la vida. “Leo, luego existo”, sería una afirmación plausible. Sus libros son los de un lector: desbordan de citas, intertextualidades, relecturas y menciones a escritores. Entremezclados con referencias al pop y la tevé, aparecen Herman Melville, James M. Barrie —el autor de Peter Pan—, Bram Stocker, Cheever, Carson McCullers. Y también sus propias experiencias, porque así como la literatura es el modo de entender la vida, la vida es el material de la escritura.
De hecho, El estilo de los elementos, su nueva novela, es a la vez una falsa autobiografía y un elogio a esos animales en peligros de extinción que son los lectores. Fresán continúa en este libro la senda que inició con la trilogía La parte inventada, La parte soñada, La parte recordada, y escribe una larguísima novela arbórea donde las digresiones son el centro y los recuerdos son tan importantes como los olvidos. Si Nabokov contó su vida en Habla memoria, Fresán aquí también invitó a que el silencio tome la palabra.
La novela está protagonizada por un chico de diez años que se llama Land y al que seguimos por tres ciudades sin nombre, pero claramente identificables: la Gran Ciudad I (Buenos Aires), el exilio con sus padres editores en la Gran Ciudad II (Caracas) y su nueva vida en la Gran Ciudad III (Barcelona). No está claro que Flaubert haya dicho “Madame Bovary soy yo”, pero bien podría haberlo hecho. De la misma manera, Fresán podría decir que es y no es Land. Un chico que creció junto a otros chicos que tenían sus mismos problemas y los mismos padres desaprensivos, y que no quería cumplir con el destino que ellos le habían impuesto —pero sin embargo.
“El estilo de los elementos está dividida en tres partes”, dijo Leila Guerriero cuando presentó la novela en la librería La Central de Barcelona, “todas recorridas por fuerzas opuestas que tironean hasta descuartizarse entre sí y, por tanto, a quien lee”. La novela opone la infancia a la adultez, el amor adolescente a la crueldad de los mayores; la memoria absoluta al nome (no me acuerdo); el desencanto al entusiasmo. Guerriero también dijo: “El estilo de los elementos es un triunfo: estas 716 páginas podrían no tener tapas ni título ni nombre de autor y, aun así, uno podría decir: ‘Esto lo escribió Fresán’. Eso se logra con el trabajo de toda una vida”.
El derecho a la melancolía
Ahora es un día de calor insoportable en Buenos Aires, pero en la pantalla de la computadora Fresán aparece desde Barcelona con una campera oscura, un suéter verde y los anteojos redondos que ya son su marca registrada. Pone el teléfono en posición horizontal y el dedo índice de su mano derecha crece hasta tapar todo el cuadro. Toca el botón de Aceptar. “Listo”, dice, y eso será lo primero que se escuche luego cuando haya que transcribir la entrevista hecha por Zoom.
—Quería comenzar con una frase de María Negroni. Hace varios años le hice una entrevista y ella, parafraseando a Clausewitz, me dijo: “La literatura es la infancia por otros medios”.
—¡Sí!
—¿Qué opinás de esta idea?
—La infancia es todo, ¿no? Lo dice María y lo digo yo en mis libros, donde la infancia es un territorio entre paradisíaco e infernal. Pero también lo decía Fitzgerald, lo decía James Matthew Barrie. Es la idea de que todo lo que va a pasarte en la vida sucede hasta los 12 años y después, salvo esa especie de epifanía extática de la experiencia sexual, vivís variaciones de áreas que te sucedieron en la infancia. Lo que pasa que en mis libros la infancia tiene un peso importante porque es la etapa en la que aprendés a leer y a escribir, que es una de las cosas más trascendentes de la vida. Todos mis libros tratan básicamente sobre leer y escribir, y sobre cómo se recuerda y cómo se olvida.
—La diferencia con respecto a los otros libros, es que en este Land no quiere ser escritor.
—Quiere ser un lector. Y además quiere ser un lector de los que ya van quedando pocos. Mis primeros libros juveniles, que no eran estrictamente juveniles, eran los mismos que había leído mi abuelo cuando tenía esa edad. Eso se rompió. La impresión que tengo es que los que leyeron nada más que a Harry Potter, ahora están leyendo nada más que a Sally Rooney. Son círculos, loops. Yo no sé cuántos chicos de diez años leen Un mundo feliz, La isla del tesoro, Drácula para después leer En el camino, o leen Siddhartha para leer El Lobo estepario, o leen Robinson Crusoe para seguir con El señor de las moscas. Este libro, entonces, también es una especie de defensa del acto de la lectura.
—En la novela hay objetos y menciones de época: desde los camiones Duravit hasta Narciso Ibáñez Menta, pasando por las series de los años 70, Superman, The Twilight Zone. ¿Se puede hacer literatura con Netflix, Gran Hermano y las telenovelas de Polka?
—Yo creo que sí. Será otro tipo de literatura. La diferencia fundamental es que antes había menos canales y si no veías los programas cuando se emitían, te lo perdías. Desde la abundancia de ahora, aquello puede ser visto como una carencia. Pero también te entrenaba y te despertaba una capacidad narrativa mayor, y una mayor forma de hacer memoria. Podían pasar meses hasta que repitieran un capítulo que te encantaba y en todo ese tiempo vos lo volvías a ver dentro de tu cabeza. Si arrancabas a ver algo empezado o te dormías antes del final, no te quedaba más que imaginar qué había pasado. Se comentaban al día siguiente en la escuela. Yo lo extraño y lo añoro simplemente porque no tengo otra cosa que añorar y extrañar. Y, no nos engañemos, en veinte años, los que recuerden Netflix van a tener el mismo grado de melancolía nostálgica.
—¿Y en cuanto a los objetos?
— No hay noche que no me despierte a las 3 de la mañana diciendo “¡Cómo no puse eso!”, pero es inabarcable. Están en el libro con una especie de voluntad como de catálogo. La intención era que esos inserts casi documentales funcionaran como los capítulos de Moby Dick, que se especializan en la pesca, la ballena, etcétera.
—En la respuesta anterior dijiste “melancolía”: ¿Land es melancólico?
—Sí. Seguramente todos somos melancólicos. Yo creo que la melancolía es una de las cosas que distingue a los seres humanos de las bestias. La capacidad de sentir melancolía no es defecto, sino un efecto. Incluso un afecto. Siempre defendería la capacidad de ser melancólico. No puedo entender a la gente que no siente añoranza por su propio pasado.
Por qué leer los clásicos
Varios años atrás, Vlady Kociancich escribió el prólogo a un libro de cuentos de Chéjov. La autora de El templo de las mujeres y La raza de los nerviosos, entre otros títulos, decía con un dejo de tristeza que los lectores del futuro iban a leer libros cada vez más breves y, por eso, los cuentos de Chéjov iban a pervivir por encima de las novelas. Esa visión del lector futuro —que por el tiempo en que fue escrito el prólogo podría ser este presente— va en línea con una crítica que Fresán hace al comienzo de la novela sobre un tipo de lector que abandona los libros difíciles y largos.
—¿Estás en contra del lector de libros breves?
—Yo no voy en contra de nada. En todo caso, voy a favor de otra cosa. El ir a favor de algo no tiene por qué significar estrictamente ir en contra de algo. Por ejemplo, una lectura que me parece comprensible y hasta atendible de este libro que mucha gente me ha dicho es que es un ajuste de cuentas con la generación de mis padres. Yo digo que es un ajuste de cuentos. Yo creo que no es un libro contra los padres; es un libro a favor de los hijos. Es un libro a favor del hijo que fui yo, a favor del hijo que tengo, a favor del hijo de mi hijo e incluso a favor de los hijos que fueron mis padres.
—Poco antes de morir, Amos Oz escribió un ensayo que se llama La Historia comienza y habla de cómo al principio de la novela se firma una suerte de contrato entre autor y lector. En tu novela, eso pasa en el primer párrafo y el manifiesto por la lectura de libros difíciles.
—A los dos años de haber sacado El nombre de la rosa, Umberto Eco publicó un libro que se llamaba Apostillas al nombre de la rosa donde decía que el comienzo del libro, con el recargamiento de citas en latín y la muy lenta subida hasta el monasterio, que son como 70 páginas, él lo había como un peaje que el lector tenía que pagar. Y si se quedaba a mitad de la subida, no hay problema: el océano es muy grande, hay muchísimos otros peces que pescar. Yo no estoy de acuerdo con que las primeras páginas tengan que ser difíciles, pero las primeras páginas de los libros que a mí me gusta leer son las que el autor te enseña a hablar el idioma del libro. Siempre sentí, incluso en los libros más difíciles, que hay un momento en que se hace un clic y ya estás lanzado.
—¿Por eso Land se obsesiona con Wittgenstein?
—Yo necesitaba un libro que Land tenía que robar y con el que se obsesionase y que ese libro le diera las claves existenciales de lo que le estaba pasando. Y era muy difícil encontrar. Hasta que se me ocurrió Wittgenstein, que es como el equivalente en la filosofía de lo que Glenn Gould es en la música clásica. Se me ocurrió el Tractatus Logico Philosophicus porque me hacía pensar que podía ser el bestseller número uno en Trulalá. Viste que están Hijitus, Cañitus, Sombreritus, etcétera. Si a Land le gustaba Hijitus, este título encajaba perfectamente. Con esto quiero explicar el modo en que escribo. Los libros tienen un diseño bastante férreo y calculado, pero muchas de esas piezas vienen completamente por azar. También por eso uno sigue escribiendo: para que te pasen esas cosas y que, en tanto escritor, no pierdas en absoluto tu condición de lector, y de preguntarte qué va a pasar ahora.
—En Jardines de Kensington hablás del autor de Peter Pan. Melvill es sobre el padre de Herman Melville y tiene un acápite de Nabokov. En El estilo de los elementos, la figura que enlaza la infancia de Land es Drácula. Decías que tus libros son sobre leer y escribir, pero yo podría decir que son sobre por qué leer los clásicos.
—Bueno, me alegro si es así. Drácula aparece en casi todos mis libros porque, como lo cuento acá, fue el primer libro que leí en edición para adultos. De Nabokov, aunque nunca negué su maestría y su genialidad, hace poco me di cuenta que me irradió su influencia de una manera muchísimo más fuerte de lo que pensaba. Me alegra mucho que digas que el libro puede funcionar como un pasaporte para leer ciertos clásicos, porque en las reseñas de libros que escribo tengo la idea de que lo mío es una cosa evangélica de predicar la buena nueva.
—¿Qué quiere decir eso?
—Muchísima gente me reprocha que no haga críticas negativas y que todo me guste. No es que todo me guste; es que escribo sobre lo que más me gusta. Hay muy poco espacio en los medios, entonces para qué vas a dar una mala noticia si podés dar una buena. Si uno de mis autores favoritos escribe un libro más o menos malo, me veo obligado a puntualizarlo porque hay que ser honesto. Pero nunca escribiría sobre una primera novela que me haya parecido espantosa. Salvo que sea un fenómeno como 50 sombras de Grey —libro que leí— o Crepúsculo —que también leí—. Pero en estos casos no hablamos ni de escritores ni de literatura, sino de narradores.
—Mencionaste a tus padres, que además fueron editores. ¿Las lecturas de ellos hicieron que vos leyeras de manera diferente a Borges, Cortázar y los demás consagrados?
—Mi padre hizo un libro con Borges y otro con Cortázar. No eran escritores para mí, sino que eran figuras próximas. La primera pareja de mi madre cuando se divorció de mi padre fue [el editor] Paco Porrúa. Desde que tengo memoria quiero ser escritor porque sabía cómo era ser escritor.
—Mi pregunta, en todo caso, era si pudiste leer a Borges y Cortázar sin el peso de la “sombra terrible” con la que marcaron a tantos otros.
—Bueno, yo no tengo el colegio primario terminado. Para la ley argentina, soy semianalfabeto. Yo a los doce años tenía leído todo lo que había salido de Borges hasta entonces; lo mismo con Cortázar. Y los leí del mismo modo que Borges leyó a Chesterton o a Stevenson. A mí me gustaba muchísimo la literatura fantástica y para mí ellos eran grandes escritores de literatura fantástica. Y nunca modifiqué mi percepción por ningún tránsito académico. No tengo una lectura docta ni tampoco quiero tenerla. Leo ensayos, pero ha prevalecido mi mirada infantil. Además, a Borges lo veías todo el tiempo en la calle. La foto de Sara Facio de Cortázar era un póster omnipresente como si fuese de Taylor Swift. Había otra percepción de la figura del escritor, y del escritor argentino.
—¿Esto también es melancolía?
—La melancolía de estar muy contento con lo que pasó y no querer cambiarlo. La melancolía se la tiende a asociar con la tristeza, la nostalgia, la búsqueda infructuosa del tiempo perdido. Si el último volumen de En busca del tiempo perdido se llama El tiempo recuperado, yo escribiría el octavo que es El tiempo preservado.
Sólo una cosa no hay
“¿Un personaje es ‘real’ o ‘imaginario’?”, se preguntaba John Fowles en La mujer del teniente francés. Y seguía: “Si piensas eso, hipócrita lecteur, sólo puedo sonreír. Ni siquiera piensas en tu propio pasado como real; lo vistes, lo doras, lo ennegreces, lo censuras, jugueteas con él… en una palabra, lo ficcionalizas, y lo dejas en un estante: a tu libro, a tu autobiografía romántica”.
—Yo lo siento así —dice Fresán. El libro de Fowles es uno de los acápites de El estilo de los elementos, junto con una cita de A fan’s notes, de Frederic Exley, y La vie mode d’emploi, de Georges Perec.— Quiero decir: varias de las personas más importantes en la no ficción que es mi vida son personajes de ficción. Y no lo digo simplemente porque yo hubiera querido ser escritor desde siempre y porque me gustara mucho leer, sino porque es así.
—En la cita de Fowles también está la idea de cómo se ficcionaliza la propia historia.
—La idea de la autoficción como mandato, de cómo me rompí el meñique y con eso hago una saga islandesa, me parece ridícula. El otro día me preguntaban si lo mío era autoficción y yo decía que lo mío es más bien camiónficción o trenficción. Es algo más contundente. Volviendo a lo de los personajes y las personas, siempre recuerdo una anécdota de Hugh Grant cuando tuvo el episodio con la prostituta y en la televisión le preguntaron si se psicoanalizaba.
—Se lo pregunta Oprah Winfrey.
—Y él le dice: En Inglaterra no tenemos que ir al psicólogo, para eso nosotros tenemos las novelas.
—En el libro mencionás a Freud, pero como al pasar, y no recordás el nombre: le decís Nome Freud. El olvido es otro tema importante de la novela. En una entrevista a Alan Pauls, él me dijo que una de las tensiones en Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero fue cómo trabajar con el olvido. Porque había cosas que no recordaba cuando escribía y aparecían después en la reescritura, y entonces no sabía si agregarlas o mantener el olvido. La pregunta, entonces, es ¿cómo se trabaja con el olvido?
—El olvido te trabaja a vos, me parece. Uno trabaja con la memoria y el oído trabaja sobre uno. Está muy bien que hayas sacado el nombre de Alan, porque presenté sus libros acá. Salió un volumen con los tres libros. Yo los leí cuando fueron saliendo y antes de escribir El estilo de los elementos pensé si tenía que volver a leerlos y finalmente no lo hice porque temí que fuera terrible para mí; Alan es magistral, en ese sentido. Ahora él me pidió presentarlo porque nuestros libros son de algún modo primos y los tuve que releer. Y me alegré de no haberlo hecho antes porque se me ocurrieron mil cosas más para mi libro. Yo creo que el “me acuerdo” y el “me olvido” son como sístole y diástole, izquierda y derecha, yin y yang. No pueden vivir uno sin el otro, se necesitan.
—El año pasado Hinde Pomeraniec te entrevistó por Melvill y dijo que eras el Funes de la literatura. ¿Por qué Funes juega a olvidarse en esta novela?
—¿Ese Funes que supuestamente soy yo? ¡Yo no me olvido de nada! ¡Me voy a acordar mucho de esta entrevista! Pasa que la memoria tiende a ser especializada. Uno se acuerda de lo que más le interesa o de lo que más dolor o más alegría le produjo. Me causa gracia la idea de que los grandes monumentos de la novela realista sean Madame Bovary o Anna Karenina porque son lo más irreal que existe. La vida no está tan dramáticamente ordenada. Paradójicamente, es mucho más realista William Burroughs que Flaubert o Tolstoi. Y la memoria de uno funciona un poco así. No se sabe muy bien cómo se recuerda, de la misma manera que no se sabe muy bien cómo se lee. Y lo más inquietante, pero también lo más atractivo de todo, es que tu David Copperfield no tiene nada que ver con el mío, aunque cuente exactamente la misma historia. Es muy interesante lo que uno como lector sobrescribe al libro de los escritores.
—Una frase del libro dice que las historias de amor tienen que tener principio, nudo y desenlace, porque si no son amor sin historia. Eso lo vinculo directamente con El fin de la aventura, de Graham Greene, que dice que una historia no tiene ni principio ni final sino que uno los define arbitrariamente. Pero, antes que preguntarte por el amor, quisiera preguntarte por el comienzo y el final de Land. En una novela digresiva, ¿cómo planteaste esos momentos?
—La novela tiene tres partes y las iba escribiendo todas al mismo tiempo. Yo tengo tres pantallas con tres documentos y voy saltando de uno a otro. Todos mis libros son un poco así. Siempre hay vasos comunicantes. Yo llego al final del libro un poco porque me lo impongo y luego porque pido que la editorial me imponga una fecha de entrega. Se imprime el catálogo de novedades y el libro ya tiene ISBN tres meses antes y si no llegás es un problema legal, funcional y productivamente grave para la editorial. Entonces tengo que llegar. Pero tengo ocho páginas más de párrafos y frases sueltas que no entraron en el libro y que siguen ahí.
—¿Seguís escribiendo el libro?
—La idea de que los libros se acaban… Yo conozco escritores —algunos muy buenos—que no se sientan a escribir hasta que la última coma en la cabeza. Eso para mí es admirable e incomprensible. Y cuando terminan de escribir el libro, se acabó. Yo no lo puedo entender. Además hay otra cosa. Si abro al azar cualquier libro mío que haya escrito con computadora, siempre veo algo que le cambiaría o le agregaría. Lo curioso es que a Historia Argentina, que es mi primer libro y lo escribí con una máquina de escribir mecánica, no le cambiaría una coma. Está como esculpido en mármol y bronce. Tal vez el medio contribuya a fomentar esa parte mía. Tal vez realmente la cabeza se me reformateó. Y también yo soy bastante digresivo, voraz y bailarín.
Una versión anterior de este artículo se publicó en Infobae