>

Inundación: el alfabeto personal de Eugenia Almeida

La autora de “La boca de la tormenta” y “La tensión del umbral” se embarca a en un recorrido a través de las palabras que constituyen su identidad de escritora

Por


Eugenia Almeida
Eugenia Almeida

A veces me ronda la idea de escribir un artículo sobre cómo se construyen los botes de madera. Es uno de los pocos trabajos que se mantienen casi exactamente igual a como era hace cien o doscientos años. En el Tigre Boat Club había hasta hace muy poco un carpintero que se ocupaba de la reparación y el mantenimiento. El TBC se fundó en 1888 y el hombre parecía estar desde aquel entonces: delgado, fibroso, con una barba de profeta y una cantidad infinitas de arrugas en la cara.

Mario, creo que se llamaba. A propósito del relato, hubiera sido mejor que se llamara Amadeo o Fausto o Rufino: un nombre que fuera en sí mismo una marca de la personalidad. Pero se llamaba Mario. Trabajaba en el taller atrás de la botería. Era un espacio austero y más bien caótico. Había dos mesas largas cubiertas de tuercas, arandelas y frascos de mayonesa con tornillos y clavos. En las paredes, había unos tableros grises donde colgaba las sierras, las espátulas y las lijas, las pinzas y las tuercas, los martillos y unas llaves yale sin identificación. En la puerta no faltaba el típico calendario con una mujer desnuda: nunca del año actual. Y en nuna de las esquinas se acumulaban los envases de aceite en aerosol y latas de pegamento y de barniz. Y unos pinceles siempre muy cuidados.

Su trabajo era propio de un artesano. O de un ebanista. Se pasaba horas inclinado sobre mastodontes de casi cuatro metros de largo. Con la ayuda de pesos y cuerdas les devolvía la forma a los tablones y buscaba las imperfecciones en la madera. Le dedicaba una atención especial a las rugosidades en donde podía acumularse el agua y provocar que aparecieran hongos e insectos.

Inundación, de Eugenia Almeida(Ediciones DocumentA/Escénicas)

Qué es un escritor

Hay escritores que, al hablar de su trabajo, recurren a distintos oficios: soldador (Fabián Casas), albañil (Eduardo Sacheri), camionero (Juan José Becerra). La comparación con un botero, entonces, puede no ser demasiado original. Pero es justamente así como veo la escritura de Eugenia Almeida: elegante, sobria, con una pátina de morosidad melancólica.

“¿Qué es este libro?”, se pregunta Almeida en la primera página de Inundación. Y responde: “Un deseo. Es decir: una piedra que flota”. Los textos de Inundación —que a fuerza de desbordar los géneros entran en esa categorización tan escurridiza como lo es la prosa poética—, se organizan en torno a aspiraciones, ideas, temores, recuerdos, experiencias, obsesiones de la autora. También están los autores que lee: su genealogía de escritora. Cada texto queda vinculado a una palabra —“Compás”, “Desfiladero”, “Movimiento”, “Listas”, “Opacidad”—, y el conjunto conforma, así, un alfabeto particular: el lenguaje secreto del que estamos hechos.

Inundación es un libro que excede las clasificaciones de narrativa, poesía, autobiografía, ensayo, pero, si hubiera que definirlo, me gusta pensarlo como un largo relato de aprendizaje. Es el libro de quien persigue su vocación; diría más: de quien sabe que en esa vocación se juega su identidad. El texto que da título al libro narra una crecida en el pueblo. Al comienzo, la lluvia es hermosa. El golpeteo rítmico sobre el techo de chapa de la casa acuna y contiene, pero pasan las horas y lo que era bello se vuelve inquietante. La calle desaparece bajo un río de barro, el techo peligra bajo el peso del agua que no llega a desagotarse, se corta la luz, el teléfono pierde la señal, la narradora está sola frente a la naturaleza: frente a su naturaleza.

Escribe, entonces, Almeida:  

Todas esas aguas.
Inundaciones.
Así es la escritura.

La escritura del artesano

Un párrafo de “Zeta”, el último texto del libro: “Escribo desde que tengo memoria. Ese ha sido mi refugio, mi sostén, mi espacio de libertad. Lo único que no ha cambiado en un territorio en el que todo cambia. En el año 2003 consulté a una psicoanalista. A la pregunta de por qué estaba ahí, la respuesta fue ‘porque no puedo escribir’. Bastó un solo encuentro para descubrir que mi imposibilidad de escribir no era el problema. Era, más bien, la señal de alarma. A veces pienso que la escritura tuvo un gesto amoroso conmigo: se retiró para que yo pudiera pedir ayuda. En cuanto lo hice, volvió”.

La palabra gesto aparece con frecuencia en el libro. Antes había escrito: “¿Qué nos hace inclinarnos sobre el papel para dibujar signos? ¿Qué hay en el gesto de escribir pensando en un hipotético lector?”. Fabián Casas, a quien mencioné más arriba, dice que sólo se siente escritor cuando escribe. Sin saber la respuesta, sospecho que Almeida diría lo mismo.

Imagino su escritorio, un caos ordenado de cuadernos y lápices y biromes y resaltadores y la notebook con el Word abierto y un mouse inalámbrico que se obstina en desaparecer debajo de una pila de hojas y varios libros con las esquinas de las hojas dobladas y un lugar para la pava y el mate —cigarrillos ya no porque ha dejado de fumar— y, tal vez un blíster de analgésicos por el dolor de espaldas que le provoca estar tanto tiempo sentada y seguramente haya también algo raro —un escritorio de trabajo no es un escritorio de trabajo si no hay algo fuera de lugar: un peine, el botón salido de una camisa, una cucharita—. Frente a la imagen del escritor como figura intelectual, para Casas, para Almeida, la escritura contiene la obstinación del artesano.  

Cierra Almeida en “Zeta”: “Lo que me puede salvar es el gesto, el pequeño ritual que me recuerda quién soy y al desplegarse dice que quizás aún no es tiempo de subirse al tren de la noche”.


Publicado

en

por

Etiquetas: