Hace trece o catorce o algunos años más, Virginia Cosin abrió un blog —era la época de los blogs— donde contaba su vida: una exposición pública de la intimidad con la intención de que las palabras se convirtieran en el salvoconducto para anular el dolor. Cosin narraba su separación, las discusiones con el ex, la perplejidad que le provocaba ver crecer a su hijita, pero también el insomnio, los libros, las películas, la sensación permanente de falta.
El blog se llamaba Partida de nacimiento; nombre que jugaba con la polisemia de ser tanto la prueba que le permitía entrar al mundo de los escritores como la de ser una mujer quebrada, rota desde el origen. Tiempo después, por sugerencia del editor y periodista Diego Erlan, el blog se convirtió en libro: Cosin retrabajó cada entrada, ordenó, cortó, editó y el resultado fue una novela fragmentada que salió Entropía, una editorial que, aún con un catálogo reducido, ya tenía un prestigio bien ganado.
“Virginia Cosin”, dijo Martín Kohan el día de la presentación —en 2012—, “registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable”.
El dolor necesario e inevitable es central en su segunda novela, Pasaje al acto, que salió en 2019, también por Entropía. Otra vez, el título juega con —y más aún: exige— múltiples lecturas, pero refiere sobre todo al concepto lacaniano que marca el comienzo de un brote psicótico. En esta novela, Cosin cuenta la internación de la protagonista en una clínica psiquiátrica tras haberse querido ahogar. Pasaje al acto es el diario descarnado de una mujer que no puede sostener la presión que le impone el mandato del éxito. Una mujer seductora que se mueve en un exclusivo círculo intelectual y que, sin embargo —o justamente por eso—, se siente un objeto. Si bien este libro y el anterior buscan jugar con el solapamiento entre narradora y autora, que el suicidio sea autobiográfico o no, carece de sentido. Las novelas de Cosin son algo más que literatura del yo: la primera es una plataforma de despegue, pero el verdadero protagonista es el lenguaje y sus límites.
Por eso, si la clave de Pasaje al acto estaba en la frase “Estoy llenando de jeroglíficos los azulejos del baño” —signos de sentido opaco destinados a borrarse en el vapor—, la de La pizarra mágica, su nuevo libro/novela/diario con un título freudiano, está no en ese texto sino en el comienzo de La mayor de Juan José Saer: “Otros, ellos, antes, podían”.
¿Qué podían? “Lo que otros, ellos, antes, podían”, escribe Cosin, “era meterse una galletita o una madalena en la boca, después de mojarla en té, y escribir siete tomos de una obra monumental, zas, de un tirón”.
Hay un momento en el que todo escritor debe responder a la disyuntiva entre literatura y vida. En un extremo está Borges, para quien la pregunta ni siquiera tendría lógica, porque todo en él era literatura. Del otro lado, está Hemingway y sus aventuras que influían directamente en sus textos. Y, entre ellos, tantas respuestas como escritores. Podría decirse que ensayar una respuesta es la condición necesaria para convertirse en escritor.
Para Virginia Cosin, vida y escritura son dos imposibilidades —o tal vez la misma—: dos imperfecciones que están llamadas a enmendar una a la otra. Aunque eso también sea otro imposible. No es tan diferente un azulejo empañado que una pizarra mágica: los dos están hechos para el olvido. La pregunta, entonces, de qué material está hecha la memoria. Con cuánta veracidad se cuenta la vida propia, si los recuerdos están horadados de silencio.
Una cita del libro: “Para escribir hay que saber perder. Sin falta no hay palabra. Es una historia de sustituciones, se pone algo en lugar de otra cosa, pero la cosa no deja de ausentarse. Escribir es muy parecido a amar. Pero el matrimonio no se consuma. No hay unión entre las palabras y las cosas hasta que la muerte los separe.”
Hay un cambio de tono entre las primeras dos novelas y esta, que, además, salió por otro sello —Vinilo—. Está la primera persona en su dimensión cruda, está el sistema de citas, está la inestabilidad propia del texto y está la biblioteca; las novelas de Cosin, decía antes, son algo más que literatura del yo, y en La pizarra mágica ese algo más es la idea de que los libros pueden soldar con oro los pedazos de una vida rota. El libro es una declaración de amor por la lectura y un elogio por la biblioteca desdentada. Hay también una serie escenas memorables: la escritora que carga una máquina de escribir como si fuera una notebook, el chico raro que arranca la primera página de un libro de Salinger —la beba que se llama como un personaje de Salinger—, la profesora de un taller que quiere echar a los alumnos que no escribieron una página. Está también la enorme cantidad de no-consejos para escribir, que valen más que cualquier decálogo de un gran autor.
Una cita más: “Nunca sé qué estoy escribiendo cuando escribo. Tomo notas. Apuntes. Llevo un diario. Copio citas. Impresiones de lecturas. Ocurrencias. Destellos. Cosas sueltas. Las guardo en cuadernos, en archivos de texto, las colecciono. A veces las olvido y las encuentro tiempo después. Y recién ahí, cuando el desorden del archivo es un incordio, o el caos se vuelve desesperante, empiezo a disponer, ensamblar, montar.” Hace algunos años, Andrés Hax escribió la crítica de una biopic sobre un escritor en donde decía que la película, para ser honesta con la vida de aquel autor, tenía que mostrarlo horas y horas sentado en un escritorio batallando con las palabras. El primer artículo de Virginia Cosin que fue tapa de un suplemento literario se llamó “El escritor como espectáculo”. El número se perdió, no quedó en ningún archivo. Tal vez por eso ella siga escribiéndolo en cada uno de sus libros: para recobrar aquel texto, para mostrar que la vida del escritor no difiere tanto de la propuesta de Hax ni de “La memoria de Shakespeare”, para decir que con esos retazos de la memoria que algunos llaman vida se puede —se debe— hacer arte. /// 50Libros