Entonces uno abre Pasajes sonoros, de un tal Marcelo Pisarro, y siente que lo que empieza a leer le pide —le llama, le exige— atención. Es un libro sobre música, pero Pisarro habla de mapas que falsean la realidad y de memorias que simulan olvidos, cita a Mark Monmonier, a Claude Levy-Strauss y a Stephen King, habla de saberes, experiencias, de partículas subatómicas y banderas vudú. Dice que para escribir sobre música hay que usar mentiras piadosas que comuniquen “la sorpresa del acontecimiento”.
De eso va Pasajes sonoros: es un libro de música —de accidentes, canciones, tradiciones, tecnologías, géneros— pero, primero, es un libro de sorpresas. Como encontrar el disco de una banda boliviana de rock psicodélico que hace covers de los Rolling Stones en una disquería de La Paz. Como encontrar este libro en una librería de Palermo.
¿Quién es Marcelo Pisarro? El libro que acaba de salir por la remozada Editorial AZ no da pistas. No hay biografía en la solapa —de hecho, no tiene solapas— ni en la contratapa ni en las primeras páginas. Tampoco en la web de la editorial. Apenas una línea del blurb de Daniela Pasik avisa que es antropólogo, pero también sociólogo y periodista, y que se formó en la escena punk. Mejor, entonces: que alcance eso. Que la lectura sea otra sorpresa.
La crítica como una de las bellas artes
Los críticos de música suelen caer en dos extremos: por un lado están los que hacen un culto del enciclopedismo excesivo y se pierden en detalles y datos innecesarios, y, por el otro, están los que hablan desde una primera persona arrogante, una sensibilidad autorreferencial que, en un punto, no deja de ser una forma de lo primero. Pisarro hace algo muy difícil: hace crítica, pero sobre todo hace literatura.
Son diecisiete capítulos —diecisiete, como los tracks de un cd de grandes éxitos— que hablan de imprevistos, de quiebres y continuidades: las postales del horror narradas por Bob Dylan; Johan Sebastian Bach y Richard Wagner antes de ser piezas de museo; el glitch en una canción de 1989, de Taylor Swift, abre un portal hacia Duchamp y John Cage; el triunfo de Shostakóvich; el punk femenino encarnado en The Slits, los tangos de Rubén Blades, un ensayito sobre los Ramones tan breve como sus canciones—, un día en Folly Beach, un final de fiesta con Regina Spektor. Cada texto es una puerta de entrada para hablar de música. Y de algo más.
“Escuchar una canción es también escuchar lo que otras personas estaban escuchando: sensaciones, conocimientos, discursos, tecnologías, imaginaciones, una atmósfera”, escribe Pisarro al hablar del viejo punk Richard Hell. Y sobre la música clásica: “Lo clásico se volvió un valor cuando la nueva burguesía comenzó a disputarle espacios a la vieja aristocracia, o a lo que quedaba de ella, y también a la nueva aristocracia, que eran las viejas burguesías”. Y otra vez el punk, pero ahora en relación con las ideas del filósofo Michel de Certeau: “En contraste con algunos de los primeros músicos punk, que lo comprendieron rápidamente aún de forma rudimentaria y huyeron de la bulla a la que habían considerado un espacio de libertad, las hipótesis de De Certeau jamás explicitaron que desviarse de la norma no significa trascenderla sino acatarla y ampliarla. Transgredirla, y luego, reglamentar la transgresión”.
No hay nostalgia ni sarcasmo. Tampoco hay una voz impostada que avale o discuta géneros populares por el sólo hecho de ser populares. Es la escucha de un hombre con gustos refinados y una biblioteca detrás.
El músico argentino y la tradición
Pisarro escribe como en traducción. Dice: “hacer las paces con los listillos de la semiótica y la mercadotecnia”. Dice: “instrucciones para armar un mueble de IKEA”. Dice: “buses de larga distancia” y “tienda de abarrotes”. Es una voz que promueve una lectura deslocalizada en la que, además, resaltan las ausencias: no hay color local, no hay recuerdos personales, no menciona a Charly, Spinetta, Fito ni a ningún otro prócer del rock nacional. Ni siquiera cuando habla de Sandro habla de su participación en Tango 4.
Y, sin embargo, el libro está lleno de marcas identitarias. No solo en las lecturas —Diego Fischerman, Tomás Eloy Martínez, Jorge Luis Borges—, sino también en la música. Uno de los capítulos más logrados del libro es el que se ocupa de “El humahuaqueño”, la canción jujeña por antonomasia, que fue escrita por el compositor porteño Edmundo Zaldívar. La intención es visibilizar los quiebres, los desplazamientos, las fallas del sistema. “El folklore”, escribe Pisarro, “bajo la imagen de inmutabilidad y permanencia, se permite toda clase de reinvenciones y riesgos. Juntar un erke, un charango y un bombo, por ejemplo, y que esa combinación aventurada se asuma como elemento de una tradición colectiva ancestral y no como la ocurrencia aislada de un muchacho que viajaba en tranvía en Buenos Aires, acaso mirando las carteleras con el estreno de Los martes, orquídeas”.
Ya que apareció en un paréntesis, vale la pena volver a mencionar a Borges. El libro de Pisarro —al igual que Volver para contarlo, de Andrea Calamari, que es excelente y que también habla de viajes y mapas— puede ser leído en la clave del “El escritor argentino y la tradición”: “Debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo”, escribía Borges, y Pisarro lo pone en práctica.
A esta altura del año todavía no se piensa en balances, pero es indudable que Paisajes sonoros va a estar en las listas de los mejores libros del 2024. La buena noticia es que, como se aclara en la portada, este es el “volumen uno”. Habrá que ver cómo sigue Pisarro: lo esperamos con ansias. /// 50 Libros