Es una hermosa novela de iniciación, una historia situada en la Buenos Aires de los años 90, cuando por las noches emergía una ciudad diferente, que era casi el reverso de la diurna, donde el ambiente gay se permitía asomar sin pudores. “Me interesaba transmitir la idea del lado B de una ciudad”, dice Nicolás Artusi, autor de Busco similar (Seix Barral).
Artusi es conocido por su trabajo como periodista —conduce programas en radio y televisión, y escribe regularmente en La Nación— y también por su rol como sommelier de café. De hecho, sus primeros libros tienen al café como tema central: Café, Cuatro comidas, Manual del café y Diccionario del café. Ahora, con Busco similar no solo se aleja del tema, sino que por primera vez pone un pie en la ficción.
Escrita en primera persona con el tono de ser una memoria y un personaje que comparte muchas características del autor, la novela comienza con un breve aviso clasificado en una revista gay: “Joven de 18 años fanático del cine, ir a bailar y salir a correr: busco similar”. Gastón —un nombre falso, un nombre de guerra—, recién salido de la adolescencia, había publicado aquel mensaje casi como un pedido de ayuda, con la necesidad de saber que él no era el único en el mundo.
Los años 90 no pasaron hace tanto, pero en treinta años la sociedad tuvo muchos cambios. “La de los 90 fue la última década analógica”, dice Artusi, “la última década donde, en el multiverso de las minorías sexuales, se imponía más la idea de la vergüenza que la del orgullo”.
Quien responde el aviso de Gastón no es un similar sino un hombre mayor, Javier, que lo toma como un protegido y lo acompaña a descubrir el lado secreto de la ciudad, donde también se podía ser feliz.
—¿Leíste La ilusión de los mamíferos, de Julián López?
—Sí, a Julián lo admiro mucho. Leí todos sus libros. De chico, mis referencias fueron los autores estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX. Tal vez con una temprana vocación por la adultez, leí al consabido Paul Auster, pero también a John Updike, Philip Roth, John Irving. Y cuando fui un poco más grande de adolescente, a un montón de autores que configuran ese corpus impreciso de lo que puede conocerse como “literatura gay”: desde Gore Vidal hasta Truman Capote, pero también a Mary Renault, Michael Cunningham, Colm Tóibín o David Leavitt. Eran figuras que me interesaban mucho. Y en la Argentina, Oscar Hermes Villordo y, por supuesto, Julián López, que es una referencia muy importante en estos últimos años. Hace unos meses presenté un libro junto con él y tuve la oportunidad de decírselo.
—Menciono La ilusión de los mamíferos porque él también mira la ciudad. Él habla de los 80, había otras situaciones, otros peligros. Los dos miran una ciudad que se olvida, pero mientras él es más melancólica, vos lo hacés con alegría; que, de hecho, es una palabra que aparece en la novela. ¿La alegría también le pertenece a la literatura?
—Me gusta pensar que sí. Yo tenía una voluntad deliberada y netamente anti melancólica al escribir este libro. Es un riesgo siempre que te remontás a otra década, sobre todo con una transformación tan brutal como la que tuvo la ciudad de Buenos Aires. Hago una pequeña digresión. El viernes vi Leyenda Feroz, el documental sobre Tango feroz, que se rodó en el 92, y hay una parte muy dolorosa, que es la cantidad de cines en donde se estrenó y ya no existen: el cine América, el Gran Splendid, el Capitol, el Atlas Santa Fe, el Santa Fe, el Ambasador. Es desolador. Es una ciudad que sufrió muchas transformaciones, pero aun así yo no quería que tuviera el tono melancólico sino más bien todo lo contrario.
—¿Por qué?
—Yo hago una defensa muy insistente de la alegría. Otros de los autores que leía de chico eran Evelyn Waugh y Saki. Son autores que, si bien no se dedicaban específicamente al género de la literatura humorística —porque no hay chistes ni bromas ni pasos de comedia en sus narraciones—, sí dejan traslucir una nota muy profunda de alegría. La idea de la alegría es más importante que la de la felicidad, porque la felicidad es inasible. No solo es incorpórea, sino que muchas veces es misteriosa y ajena a los propósitos y a las voluntades de uno. En cambio, la alegría es más volitiva.
—Javier, el hombre más grande que acompaña al protagonista de la novela, es un personaje wildeano.
—Yo quería que la novela hablara sobre la amistad. Quería que quedara claro desde bien temprano que no iba a ser una relación erótica, que iba a estar marcada por la amistad la amistad de dos personas que eventualmente se sentían un poco solas y querían encontrar un par. Después, por una cuestión de edad, de conocimiento y otras cosas, el mayor se convierte en el iniciador del menor. Pero no el iniciador sexual, no hay ningún vínculo íntimo entre ellos. Es el que le muestra esa ciudad desconocida que no transcurre necesariamente en antros y sótanos, sino en lugares plenamente visibles como el restaurant Edelweiss o el hall del Teatro El Nacional o la avenida Corrientes. Un joven sale a la vida y tiene la fortuna o la desgracia de encontrarse con una suerte de cicerón que lo va llevando por los distintos estados de ese vía crucis que constituye el tránsito hacia la adultez. Y, como vos decís, un personaje tan histriónico y wildeano no era una persona común.
—En un pasaje, el narrador dice “Escribo porque tengo miedo”. Y a lo que le teme es al olvido. ¿Por qué escribís?
—Qué buena pregunta… Cuando era adolescente, en los años inmediatamente anteriores a los que vive Gastón en la novela, escribía diarios, pero estaba tan marcado por la pulsión periodística que eran neta y literalmente diarios. Con diseño de diario. Una primera plana que salía todos los días y que yo hacía a mano imitando las tipografías de los diarios con los elementos de la técnica periodística: título, volanta, bajada, copete, foto y epígrafe, que remitía únicamente a cosas que me habían pasado a mí…
—Es espectacular. ¿Los tenés todavía?
—¡Por supuesto! Entonces, a lo mejor el tema de la primera plana de un 26 de abril era “Cuatro en Matemáticas” y se desarrollaba con recursos y con estilo periodístico. A lo mejor ahí había, no una idea de legado a la posteridad porque yo siempre fui muy despreocupado con toda mi producción —no tengo nada grabado mío, soy pésimo como archivista—, pero sí me interesaba la idea de que ciertas cosas, ciertos episodios o ciertas épocas que nos han definido como comunidad, valía la pena recordarlas. Esta ciudad se ha transformado tanto en el último tiempo, que para mí era muy importante preservar cómo era Edelweiss y qué clase de comida se servía, o a qué restaurantes iban los actores cuando salían de los teatros.
—Una recuperación no melancólica.
—No. Insisto con esto: tenía una vocación profundamente anti melancólica. Pero esta novela tiene lectores muy jóvenes que a lo mejor me conocen por la radio o la tele y me dicen “No puedo creer que ustedes vivían así hace veinte años”. “No puedo creer que había disquerías abiertas hasta las tres de la mañana”. “No puedo creer que iban a Cabildo y Juramento y se quedaban horas en la Galería Churba subiendo y bajando por las rampas sin hacer nada más que eso”. Por otro lado, hay lectores que son contemporáneos a nosotros y tienen 40 años, un poquito más, un poquito menos, y me dicen “Me trajiste un montón de cosas de esa Buenos Aires que había olvidado”.
—Siguiendo con los recuerdos, hay otro pasaje donde el protagonista habla de la relación entre la memoria y los sentidos. Cómo el perfume de una colonia que usaba Javier lo trae al presente.
—La importancia del olfato es algo que aprendí con mi alter ego Sommelier de Café. Por lo general, cuando uno se acerca a una experiencia de degustación de la que no tiene demasiadas nociones —puede ser el vino. un destilado, whiskey, café— tiende a creer que el sentido más importante es el gusto. Y cuando se mete en ese mundo descubre que el sentido más importante es el olfato. ¿Por qué? Porque el olfato es el único de los cinco sentidos que está vinculado directamente con el sistema límbico del cerebro y el sistema límbico es el que clasifica los recuerdos. De hecho, hay un estudio que cito en la novela —los números son aproximados porque no me los acuerdo— que dice que uno recuerda el 3% de lo que escucha y el 35% de lo que huele.
—Diez veces más.
—Es impresionante. Entonces, uno abre un placar y huele el suéter que usaba el abuelo o la abuela y esa persona revive. El olfato es fundamental en mi trabajo como sommelier de café y es un concepto central en los libros anteriores. De alguna manera también aparece acá. Porque es muy cierto que, a Gastón, suponiendo que fuera definitivamente un alter ego mío, le resultaría casi imposible recordar cómo era la voz de Javier, pero, si en este momento cerrara los ojos y se cruzara con una persona que usa la misma colonia que él usaba, se presentaría prácticamente en átomos y ya no en recuerdos.
—La novela está escrita como una memoria periodística donde aparecen personas y lugares muy reconocibles: desde Juan José Sebreli hasta el bar El Olmo, pasando por el “gran diario”, boliches, actores, discotecas. Hay mucho trabajo periodístico detrás: ¿cómo encontraste el balance para que el escritor no eclipse al periodista y viceversa?
—Fue un trabajo encontrar el tono pero, una vez que lo encontré, la escritura salió tremendamente fluida y comprendí que tenía que ir por ese impreciso camino del medio. Esta es mi primera novela y me di cuenta de que no tengo una imaginación frondosa e hiper productiva como la del maestro Aira. Yo no puedo imaginar. No vienen a mí ideas de liebres legibrerianas ni de ninjas mutantes que copan los gimnasios de Flores. Yo tengo que partir de una base de realidad y, en este caso, esa base fueron los años 90. Fueron un punto de partida y un esqueleto muy importante para la historia. Por eso me tomé con mucha responsabilidad periodística chequear absolutamente todos los datos que figuran.
—¿Los avisos clasificados que aparecen son reales?
—Todos reales. Pero también hay un trabajo de investigación con los precios de las cosas, las direcciones, los nombres y los apellidos de los personajes. Ayer estaba conversando en la radio con Teté Coustarot y ella me decía que, si bien en una novela se establece un pacto entre lector y autor, que esta esté plagada de detalles verídicos hace que sea verosímil aún lo más insólito de la historia. Es una observación que me gustó mucho. /// 50Libros