En 1997, Abelardo Castillo publicó Ser escritor, un libro en el que hacía una suerte de memoria de la profesión, a la vez que compartía sus ideas sobre literatura. Son pocos los escritores consagrados que prefirieron no hablar del oficio; son muchos los que fracasaron al hacerlo. Ser escritor es un gran libro. Está casi al nivel de Mientras escribo, de Stephen King.
El acierto de Castillo estaba en la oralidad del texto —una de las características más singulares de toda su obra— lo que generaba un efecto de complicidad, de intimidad con el lector. Pero sobre todo en cómo reponía aquello que Bioy había destacado en El Aleph: “La dignidad y la belleza depende de que las escenas que se vean sean cotidianas, poco dramáticas”. Y, así, entre las anécdotas personales y las lecturas de los clásicos, Castillo componía una lista de “mínimas” —consejos que no pretendían ser “máximas”—, en donde se refería al trabajo cotidiano: desde cómo ordenar los adjetivos hasta por qué desconfiar de la prolijidad de la página escrita en computadora.
Fue Juan Martini el que le propuso escribir Ser escritor: el libro iba a formar parte de una colección de la editorial Perfil en la que diferentes figuras hablaran de sus profesiones. Castillo mantuvo el título pese a que le provocaba una contradicción. Él nunca se sintió un escritor, sino simplemente “un hombre que escribe”.
“Las entrevistas suelen ser peligrosas”
Un hombre que escribe es justamente el título del documental de Liliana Paolinelli que se estrenó en este año en el Bafici y que se proyecta todos los viernes de mayo en el Cine Arte Cacodelphia (Av. Roque Saenz Peña 1150). La película es en rigor una entrevista de sesenta y dos minutos a cargo de María Moreno y Mayra Leciñana. Castillo —la cámara fija cerrada en un plano corto sobre él; Moreno y Leciñana en off, apenas si en algún momento se cuela el movimiento de una mano— habla de sus libros, el compromiso político, el diario que llevó durante toda la vida, la revista El escarabajo de oro, los amigos, el taller literario, el amor de Sylvia, el alcohol.
En una entrevista a Infobae, Paolinelli explicó que el documental está compuesto por dos entrevistas que fueron realizadas en 2015. La propuesta original iba a ser más extensa, pero como cada sesión tomaba casi tres horas y Abelardo Castillo, que ya tenía 80 años, quedaba agotado, debieron tomar un receso. No hubo posibilidad de retomar los encuentros: la muerte de Castillo en 2017 dejó el proyecto inconcluso. Lo que se ve, entonces, es una biografía incompleta que, sin embargo, consigue un relato sin excusas ni digresiones.
Sin títulos ni música ni placas ni logos, el documental comienza in media res, como si la conversación hubiera empezado bastante antes. (Pero ¿no es eso la literatura? Un libro es la continuación de un libro que es la continuación de un libro). “Decías recién”, le dice María Moreno, “que Borges, cuando le hacían una pregunta, contestaba lo que quería. Siempre. Vos también”.
—Sí —responde él—. En realidad, yo a veces… Pero es el sistema de las entrevistas. Las entrevistas suelen ser peligrosas, no por el entrevistado, sino por el entrevistador. Cosa que no va a ocurrir entre nosotros.
Cuántos Abelardos hay
Hablan de viejas entrevistas, de viajes nunca emprendidos, de filosofía, de Poe, de cartas de amor, de la diferencia entre escribir para expresarse y para comunicarse. Hablan del diario que Castillo empezó a los dieciocho años y escribió durante más de medio siglo.
—Afortunadamente —dice él— representa a distintos Abelardos Castillos a lo largo de su vida. Sería descorazonador que el que escribía a los 17 fuera igual al que escribía a los 60.
En 2014 salió el primer tomo del diario, que tomaba el período 1954 – 1991. En 2019, dos años después de su muerte, el que iba de 1992 a 2006. En el prólogo a este último, Sylvia Iparraguirre explicaba que Castillo había decidido frenar ahí, porque sentía que 2006 había sido el último año en que los diarios no se habían “contaminado” con la idea de ser publicados. Por el tiempo que cubren, los diarios de Castillo son tan relevantes como el Borges de Bioy, y Los diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia.
Se puede objetar que están muy trabajados —lo mismo pasa con Piglia—, pero es un texto sin concesiones. Una de las entradas que reproducen en el documental dice: “Para las ponencias universitarias, hoy no existen en la Argentina más que tres o cuatro escritores. Piglia, Saer, Aira. Son los mismos nombres que leía esta tarde en una revista cultural. Si dijera que la ausencia de mi nombre no me molesta, mentiría. Pero también mentiría si dijera que me molesta”.
Un hombre que escribe, sin embargo, está libre de polémicas. Ni Moreno ni Leciñana buscan revivir viejas disputas —hay una breve mención a Héctor Agosti que Castillo evade—, sino que hacen foco en las ideas, las motivaciones del escritor.
Literatura y realidad política
El recuerdo los lleva a los años 60, época en la que Castillo formó parte del grupo de los intelectuales que tenían a Sartre como modelo. Él siempre se consideró de izquierdas, pero nunca se afilió al Partido Comunista.
—El PC —dice en el documental— decía que para ser de izquierda había que afiliarse, y yo creía que eso era una tontería. Un intelectual no está adherido a un partido, sino que intenta pensar desde donde sea.
Castillo hizo de la libertad del acto creador una bandera. Decía que un escritor podía —y debía— tener una postura política, pero eso distaba mucho de que sus libros sean el mero reflejo de la doctrina. La literatura no es una disciplina subsidiaria de otras. En el documental, por ejemplo, habla de Celine. Dice: “Tenía un pequeño problema, era nazi”, pero también destaca que fue nada menos que Sartre el que hizo la mejor defensa de su novela Viaje al fin de la noche.
La década del 60 fue la del Hombre Nuevo y el sueño eterno de la revolución, y fue también la de las revistas literarias. A fines de 1959 Castillo dirigió El grillo de papel, una revista que duró apenas seis números hasta que fue alcanzada por la censura. Al poco tiempo fundó El escarabajo de oro, que mantuvo durante casi quince años. Arnoldo Liberman, Liliana Heker, Vicente Battista, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Humberto Constantini fueron algunos de los muchos que allí escribieron. Junto con Punto de vista, El escarabajo de oro fue una de las revistas más longevas de la cultura argentina.
En el documental, Castillo recuerda aquellos años álgidos y dice que la clave estaba en las reuniones multitudinarias que hacían en los bares. “Eran como el living de la casa que uno no tenía”, dice. Su grupo se juntaba en Los Angelitos y El Tortoni —ahí, de hecho, fue donde conoció a Sylvia.
Tomar en serio
La entrevista tiene momentos de humor, pero también hay un pasaje muy duro, que es cuando hablan del alcoholismo. No se puede pasar por alto que esa tanda de preguntas está a cargo de María Moreno. Precisamente ella, que le hizo frente a la misma adicción —y lo contó en un libro descarnado como Blackout— le pregunta cómo hizo para superarlo. Grave, pero sin victimizarse, él responde: “Yo no digo que fui alcohólico, yo soy alcohólico”.
Como cuenta en El que tiene sed (1985), la bebida marcó su vida hasta que dejó de hacerlo.
Para él, dejar de beber fue el resultado de un desafío, una apuesta con Dios. En una fiesta en San Pedro decidió que iba a ver “qué era eso de tomar en serio” y, si esa noche después de tomar todo lo que pudiera, sobrevivía, nunca más iba a probar el alcohol. Así lo hizo. Tomó, bailó, les pagó tragos a sus amigos, y un primo suyo más alto y más grande tuvo que levantarlo y llevárselo a su casa. Esa vez fue la última.
—Nadie creía que iba a hacerlo, salvo Sylvia.
“Naciste el año en que se creó Alcohólicos Anónimos”, le dice María Moreno. Pero él responde que nunca fue a las reuniones porque creía que cambiaban una dependencia por otra —la de pertenecer a Alcohólicos Anónimos—. De todas maneras, aclara, no le recomendaría a nadie lo que él hizo.
—El alcoholismo es una enfermedad. Yo soy alcohólico. La primera de las mínimas de Ser escritor dice: “Podrás beber, fumar o drogarte. Podrás ser loco, homosexual, manco o epiléptico. Lo único que se precisa para escribir buenos libros es ser un buen escritor. Eso sí, te aconsejo no escribir drogado ni borracho ni haciendo el amor ni con la mano que te falta ni en mitad de un ataque de epilepsia o de locura”.
La razonable esperanza
El cierre de la entrevista recupera el perfil más literario de Castillo. No hablan de las novelas y los cuentos, sino de cómo escribía las novelas y los cuentos. Hablan de la importancia de las correcciones y la reescritura; hablan de las siete versiones de Guerra y Paz, de Tolstoi. Hablan del carácter provisorio de cualquier texto.
En el prólogo a La moneda de hierro, Borges escribió: “Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y, lo cual sin duda es más importante, lo que le está vedado”. También hablan de eso.
Como decía más arriba, Un hombre que escribe es una biografía incompleta. Le faltó un mayor desarrollo en algunos aspectos clave, como, por ejemplo, la relación con Julio Cortázar. Pero la presencia de Castillo es tan arrolladora que eclipsa las faltas. Es un documental bellísimo que hay que ver. ///50Libros