(Desde Ciudad de México)
Empezaré desobedeciendo el famoso “Decálogo” que Horacio Quiroga escribió para los jóvenes cuentistas en 1927, y que dice en su regla número 9: “No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego”.
Y yo estoy escribiendo ahora mismo, bajo el imperio total de la emoción. Es verdad que él se refería a cómo escribir un cuento, y yo voy a hablar de una ceremonia mágica; una ceremonia que tiene como protagonista a las palabras: las lecturas de poesía.
Escuchar poesía, a veces más que leerla, es sumergirse en la belleza. A pesar de lo maravillosa que es la lectura solitaria, hay algo de la fuerza del ritual compartido que sólo aparece cuando somos “mucho más que dos”.
Al compás de una voz —ah, las voces—, de pronto dejan de exisitir el caos cotidiano, los crímenes, la violencia, la exasperación en las redes, el temor en las calles, y por un par de horas estamos inmersas en el poderoso universo de la palabra poética.
Cuando una poeta o un poeta lee sus versos nos transporta a una dimensión en la que, a diferencia de lo que sucede con la literalidad del mundo, con la mirada unidimensional y pedestre que domina, algo inexplicable nos sacude el cuerpo, la cabeza y aquello que podríamos llamar tal vez ¿sensibilidad?, ¿espíritu?, ¿entraña?, y nos lleva por un océano de imágenes, de ritmos, de significados múltiples, casi inasibles, de emociones, de complicidades, de una profunda comunión con el todo.
Mientras nuestra sociedad se polariza y enfrenta con agresividad, mientras presenciamos silenciosamente la transmisión “en directo” del asesinato de miles de niños en medio oriente o de uno que en Tabasco, con tres balazos en el estómago, dice “no quiero morir”, o un mitin fascista en Madrid, encabezado por un destructor de derechos, o la devastación del planeta visible hoy como en ningún otro lado en el sur de Brasil… mientras todo eso sucede, un grupo de gente pone entre paréntesis la realidad y, como en los tiempos antiguos, se conmueve ante las palabras del aeda.
No es una renuncia al mundo, ni a nuestra responsabilidad ética frente a él, es sólo un modo de recordar que aún podemos conmovernos, abrazarnos en torno a una metáfora, a una imagen, es un modo de recordar(nos) que todavía tenemos algo de humanos.
Vuelve a mí en este momento un fragmento del hermoso libro de Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles:
“…el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”
Quizás esto y no otra cosa sea lo que busco en la poesía, quizás esto y no otra cosa, sea lo que me permitieron sentir esta noche las voces de cinco mujeres, reunidas en torno a a la belleza inasible de lo poético, en un ritual a la vez mínimo y absoluto, lejos de los infiernos. Por eso necesité desobedecer al buen Quiroga y escribir bajo “el imperio de la emoción”.
Espero que ustedes y él sepan perdonármelo. ///50Libros
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Este texto nació después de la lectura que, bajo el título “Poetas con Ñ. Mujeres en verso”, compartí el 23 de mayo, en la Casa Universitaria del Libro de la UNAM, con Rocío Cerón, Elisa Díaz Castelo, Julia Santibáñez, Enzia Verduchi y Karen Villeda, gracias a la invitación de Adriana Bertorelli y Juan Carlos García Sampedro, y a la hospitalidad de Guadalupe Alonso. Publicado previamente en Sin embargo.