Con treinta años de historia, Punto de vista fue una de las revistas más importantes de la Argentina. Fundada por Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, jugó un papel clave en la reconfiguración de la identidad política de la izquierda y del país entero. Su influencia llegó a ser tal, que otras revistas que competían en el mismo espacio parodiaban su nombre a manera de oposición: El ojo mocho y La bizca.
El primer número de Punto de vista salió en marzo de 1978, dos años después del golpe de Estado, en pleno gobierno de Videla. Es un hecho heroico o descabellado, pero seguramente conmovedor: tres intelectuales que militaban en diferentes vertientes del comunismo y estaban amenazados por los militares, encontraban en una publicación clandestina la manera de impugnar el discurso oficial. Quizás si se lo hubieran puesto a pensar, no la habrían hecho. O quizás sí lo pensaron y por eso la hicieron.
Por estos días, la editorial Siglo XXI publicó Punto de vista. Historia del proyecto intelectual que marcó tres décadas de la cultura argentina, un extenso trabajo de Sofía Mercader, doctora en Estudios Hispánicos por la Universidad de Warwick y licenciada en Filosofía por la UBA. “El proyecto original era hacer una historia del campo intelectual de los 80, pero era un territorio demasiado vasto”, dice Mercader en diálogo con 50Libros, “y entonces leí el libro de John King sobre la revista Sur y pensé que, para investigar el viraje hacia la socialdemocracia, tenía que centrar mi análisis en Punto de vista”.
El epígrafe de Punto de vista decía “revista de cultura” y, si bien está presente el componente literario y artístico, Mercader se centra sobre todo en el perfil político de los ensayos. El trabajo toma como punto de la caracterización de las publicaciones que sirvieron como antecedentes de la revista, entre las que se destacan Contorno y Pasado y Presente, y continúa por las distintas etapas de Punto de vista, que quedan enmarcadas en cuatro grandes bloques:
- Los primeros tres años, donde debían romper el cerco de la censura y la represión; un peligro real y concreto: quienes financiaron los números fueron secuestrados y los desaparecieron.
- Los años de la transición, aún con los militares en el gobierno. Es una época de mucha actividad. En una época de mucha actividad: estrechan vínculos con los exiliados en México, hay debates en torno a Malvinas y los miembros de la revista empiezan a pensar cómo participar en la futura democracia. Es también el tiempo de la primera ruptura, con la renuncia de Piglia.
- El tercer momento está inserto en el optimismo que transmitía la presidencia de Alfonsín y el cambio de las posiciones marxistas-maoístas por el sentido de compromiso social democrático.
- El declive a partir del menemismo hasta el cierre de la revista en 2008, y el dilema que los intelectuales enfrentan buscando su nuevo rol.
Entre quienes escribieron en Punto de vista, además sus miembros originales, se pueden mencionar a Carlos Dámaso Martínez, Hugo Vezzetti, María Teresa Gramuglio, Hilda Sábato, Quintín, José Nun, Adrián Gorelik, Jorge Eugenio Dotti, Oscar Terán. El último número de Punto de vista salió en abril del 2008. En la portada decía: “30 años, 90 números, fin”. En su ensayo, Sarlo escribió que, a lo largo de los años, los cambios de la revista representaban “parte de la historia del progresismo argentino”.
Con ese mapa trabaja Sofía Mercader, y así lo señala en esta entrevista.
—El primer número de Punto de vista, que sale en dictadura, vendió, según Sarlo, cien ejemplares. ¿En qué momento se convierte en una revista prestigiosa y leída, que interviene en la realidad?
—El gesto intrépido de haber publicado una revista durante la dictadura constituye un cierto halo místico. Era una revista hecha por intelectuales que hasta hacía menos de dos años estaban en partidos maoístas, que estaban buscados por la dictadura, que firmaban con seudónimos y vivían en semi clandestinidad. No podían salir en público con sus nombres, pero el pequeño círculo que los conocía sabía qué estaban haciendo. Los primeros dos años de la revista fue el período más secreto; ya para el 81 pudieron publicar sus nombres. Pero en un principio, tuvo el prestigio del pequeño círculo de quienes compraban la revista y los conocían a ellos. Hay que aclarar que Punto de vista nunca fue una revista masiva. Se trata de una elite intelectual.
—Cómo la revista Sur.
—Exacto. Luego, en el momento de la transición democrática, hay un salto. La revista cambia y el lugar de todos los que la hacen cambia. Tienen otra edad, tienen otras oportunidades dentro del marco democrático, y tienen, además, una participación activa en la discusión política. Incluso, como señalo en el libro, se forma un grupo ampliado con los intelectuales que vuelven del exilio de México, que se convierten en asesores directos de Alfonsín. Y, además, hay toda una generación que empieza a formarse con ellos. Casi todos los que integran la revista entran a las universidades. Son los profesores de Ciencias Sociales, de Psicología —Hugo Vezzetti fue decano de la facultad—. Se amplía la audiencia y eso, por supuesto, genera un clima que pone a Punto de vista en un lugar de prestigio.
—El arco histórico de la revista es también el del intelectual comprometido. Pero siendo que era una revista para una elite, ¿cuál era la intervención real en el debate público?
—El lugar que ocupan y cómo se perciben a sí mismos cambia radicalmente. De la época más revolucionaria, a fines de los 60 y principios de los 70, donde intervienen a través de una militancia política muy explícita, a los 80, donde se sienten animadores del debate público. Se trata de una élite reducida, pero, sin embargo, tiene una gran influencia en esa pequeña élite, en las generaciones de estudiantes que los tienen como profesores, y en quienes leen la revista. También tienen influencia en la cercanía a Alfonsín. En el 84, entre los intelectuales que volvían a la Argentina y el grupo editor de Punto de Vista fundan el Club de Cultura Socialista, un espacio al que fueron desde Laclau hasta Chacho Álvarez. Era una elite, pero era influyente porque había canales de influencia muy distintos de los que tenemos hoy en día.
—¿Por qué no hicieron carrera política?
—En una de las entrevistas, Sarlo dice que la labor política es completamente distinta que la labor intelectual. Es algo que ellos entendieron muy bien en la década del 80; quizás en los 70, cuando se pensaban como la vanguardia de un movimiento político, estaba más desdibujado. Pero en los 80 distinguen entre esas dos ideas. También podría decir que tiene que ver con intereses personales. Para decirlo mal y pronto: el político no se puede dedicar tanto a pensar y a leer; tiene otras preocupaciones, otra manera de hacer las cosas.
—Pero si yo entendiera mal y pronto esa frase, podría decir que el intelectual no puede dedicarse a hacer.
—Depende de qué signifique “hacer”, ¿no? Un intelectual puede escribir, puede dar clases, puede dar conferencias. Ese es el quehacer intelectual.
—Ricardo Piglia formó parte de la revista hasta 1982. ¿Cómo quedó la relación con él una vez que se fue?
—Los detalles de la relación personal, no los conozco; no sé si el libro de conversaciones con Horacio Tarcus que se acaba de publicar [se refiere a Introducción general a la crítica de mí mismo que salió por Siglo XXI] tiene algo. Piglia se va de la revista por razones intelectuales y políticas también. Él piensa que el giro hacia la socialdemocracia es una especie de traición a los ideales anteriores. Pero también dice en los Diarios de Emilio Renzi que hay una divergencia en la manera de mirar la literatura. ¿Cómo lo veo yo? Yo creo que Piglia está muy anclado en su obra como escritor y tiene otros planes. En cambio, Sarlo y Altamirano tienen un plan colectivo para intervenir sobre la política y la tradición intelectual.
—Es muy iluminador el pasaje que habla sobre el juicio a las Juntas, donde ellos se plantean una autocrítica. ¿Qué supone para los intelectuales de Punto de vista decir que se equivocaron? ¿Cómo siguen adelante?
—Visto a la luz de las discusiones actuales, la de ellos fue una discusión temprana y muy autocrítica. Es importante rescatarla. Son intelectuales de izquierda que militaron en organizaciones revolucionarias y que, cuando termina la dictadura, salen a decir públicamente que habían tomado un camino incorrecto. No lo hacen tirando por la borda sus ideales y las enseñanzas del marxismo, sino que, al contrario, las mantienen, pero con la mirada crítica de lo que fue aquel momento utópico. Critican a la dictadura y hacen un recuento de sus propios errores. Es algo muy valiente. Punto de vista era una revista de intelectuales de izquierda que, en el marco de la democracia, empiezan a repensar teóricamente, a argumentar y a tratar de generar una izquierda consistente con la democracia. Es un aporte fundamental. La autocrítica les permite hacer ese giro.
—De todas maneras, ellos no habían integrado organizaciones armadas.
—Tengo entendido que no. Creo que hubo algunas incursiones de la generación anterior, como los integrantes de Pasado y presente. Pero ellos no estuvieron en organizaciones armadas. Sarlo y Altamirano eran del Partido Comunista Revolucionario, que era de orientación maoísta. Piglia de la Vanguardia Comunista. No participaron en acciones armadas, pero —y esto es algo que Sarlo dijo en una entrevista—, la violencia, para ellos, era aceptable.
—Bueno, pero si sumamos a Pilar Calveiro con Política y/o violencia, podríamos decir que la violencia era algo aceptable por toda la sociedad.
—Ese es otro tema fundamental. Yo creo que el quiebre de la transición tiene que ver con dejar atrás un pasado autoritario. Y no sólo de la dictadura del 76; a veces se desdibuja la idea de que, en realidad, el siglo XX argentino fue autoritario. Si bien la última dictadura fue la más cruel y violenta, y fue donde se violaron sistemáticamente los derechos humanos, antes hubo dictaduras completamente convalidadas por la sociedad. Ellos mismos lo dicen en la revista: hay un pasado autoritario que se quiere dejar atrás.
—¿Cuál es hoy el rol del intelectual?
—Es algo que todavía estoy evaluando. Creo que no es el mismo rol que en la década del 90 ni en la del 2000…
—Pero en los 80 había muchas figuras: Sarlo, Altamirano, Feinmann, Horacio González, David Viñas, que era el más grande, etc. Hoy hay algunos, como Darío Sztajnszrajber, pero intervienen como divulgadores antes que como intelectuales.
—Es cierto, pero no creo que el discurso intelectual se haya extinguido. Siguen existiendo revistas. Uno puede leer The Atlantic y el London Review of Books; en Argentina hay ensayos en Anfibia. Lo interesante de Punto de vista es que se presentaban como un grupo. Es una organización tribal que tampoco existe del mismo modo; aunque todavía puede haber: pienso en Seúl, en Panamá. Hace poco leí el libro de Martin Gurri…
—La rebelión del público.
—Él explica cómo los nuevos modos de diseminación de la información y las redes sociales desdibujan completamente las figuras de autoridad que teníamos. En el pasado había figuras de autoridad e instituciones que generaban información de arriba hacia abajo; en el mundo de hoy, esas estructuras todavía están, pero la información se comparte de una manera muy distinta y las redes sociales hacen que la discusión pública esté poco moderada por esas figuras autoritativas.
—Punto de vista era, como decía su epígrafe, una “revista de cultura”. Hoy, que la cultura y los agentes culturales en la Argentina están puestos en tela de juicio, ¿cómo se puede hacer una crítica cultural que intervenga en la política?
—Es muy difícil, sino imposible. Por un lado, Punto de vista y la generación intelectual que representa tenían un pensamiento moderno, y, ya en los 90, empieza a haber una vague postmodernista. Ellos critican fuertemente el postmodernismo, aunque también tratan de entenderlo e incluyen artículos que lo ven desde una mirada positiva. Pero siguen anclados en una mirada moderna donde existen las grandes narrativas, y también que se ven como árbitros del gusto.
—Es lo que decís sobre la crítica negativa a La historia oficial, de Luis Puenzo, frente a la crítica positiva de Hay unos tipos abajo, de Rafael Filippelli.
—Exacto. Y es que eso era algo que se hacía. Me acuerdo de una entrevista a Felisa Pinto, en la que hablamos de Primera plana. Ella era la editora de la sección dedicada a la mujer, y ahí te decía cómo vestirte, qué cosas comprar, qué hacer, a dónde ir de vacaciones. Obviamente Punto de vista no discutía aquello que alguien podría decir que son frivolidades, pero sí decía que leer y que no leer. Carlos Gamerro me dijo que era lo máximo si Punto de vista hablaba bien de tu libro. Insisto con el libro de Martin Gurri: ahora todo está mucho más dividido, más fragmentado, y ese tipo de crítica está más desprestigiada. Es un nuevo mundo que, para quienes nos educamos en instituciones modernas, es difícil de entender. Además de que están todos estos fenómenos que atentan contra la cultura y mezclan la producción cultural con la política de una manera muy burda.
—Con respecto a la cuestión literaria de la revista, ¿qué tan importante fue la intervención de Sarlo en mantener a Borges en el canon literario? Y también: ¿cómo es la operación sobre la literatura de Saer?
—El libro se podría haber enfocado en la parte literaria de Punto de vista, porque, para la gente de Letras, la revista era muy importante, y porque Sarlo tiene un doble perfil. Por un lado, es una intelectual que habla de política, y por el otro, es una experta en literatura argentina. Yendo a Borges y Saer, son dos operaciones muy distintas.
—¿En qué sentido?
—Lo interesante en Borges es cómo lo trae de vuelta a la Argentina. Borges es una figura reconocida por los lectores internacionales, pero esas lecturas lo tienen completamente desligado de su situación argentina. Sarlo hace un esfuerzo muy inteligente para traerlo sin remarcar el color local, que es algo que Borges hubiera odiado. Piensa a Borges como un escritor de las orillas y trata de pensarlo desde el modo en que hace literatura en una tradición argentina.
—¿Y Saer?
—Lo de Saer es distinto. Saer no tiene el reconocimiento internacional. Ellos trataron incansablemente de canonizar a Saer, y creo que en parte lo lograron. La gente que estudia literatura y está en el ámbito de las letras sabe que Saer es parte del canon de la literatura argentina. Pero eso no ocurre fuera del ámbito de las letras ni a nivel internacional.
—La revista cierra en 2008, pero Sarlo sigue produciendo hasta hoy. ¿Cómo cambia la forma de hacer crítica?
—Es muy admirable el ímpetu de Sarlo por seguir interviniendo en la esfera pública. Ningún otro miembro de la revista lo mantuvo con la misma intensidad ni con el nivel de producción. La vitalidad que ella tiene es constante. Creo que el modo de intervenir no es tan distinto a lo que hacía en Punto de vista. Por ejemplo, Escenas de la vida postmoderna no se basa en ningún ensayo de la revista, pero algunos ensayos sobre posmodernidad están ligados conceptualmente al libro. Se puede ver una continuidad. Sarlo se adapta a los distintos formatos en los diarios: una cosa es lo que escribió para Viva y Perfil, que son textos cortos y un poco más light, y sus intervenciones en la televisión, y otra son los ensayos de Punto de vista, con cinco o seis páginas con argumentos muy complejos. Y no quiero decir que sean difíciles de leer. Sarlo no es críptica. Una característica suya es cómo explica de una forma accesible. ///50Libros