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Piedad Bonnett y la dimensión poética de una tragedia

La flamante ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana narró en “Lo que no tiene nombre” las vivencias íntimas que rodearon el suicidio de su hijo Daniel. El dolor de los enfermos mentales también le sirvió para escribir poesía.

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Piedad Bonnett (foto: EFE)
Piedad Bonnett (foto: EFE)

Piedad Bonnett tiene una mirada amable y triste. Casi tan triste como las de esos perros amordazados con bozales que pintaba su hijo Daniel, o los del autorretrato del joven —bellísimo, de finas líneas negras—, en el que también se ve al chico con la boca cerrada y los rulos cayéndole sobre la frente, como en las fotos que hay en las repisas de la escritora colombiana.

Pude verlas unos años atrás, cuando Bonnett me recibió en su casa de Bogotá, en el coqueto barrio Rosales, una mañana en que la estridencia del sol, con cierta impunidad, imprimía sus contrastes en los muebles y también alcanzaba los cuadros que pintaba su hijo y todavía hoy decoran las paredes de la casa.

Ante la noticia del suicidio de Daniel, en 2011, la escritura fue para Bonett una forma de salir de la estupefacción: “En esos días tan intensos que siguen a la muerte de un hijo, la poesía salía en muy pequeñas dosis mientras que la prosa fluía incontenible”, explicó ella.

Ahora, que acaba de ser reconocida con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, su presente nos transporta a aquel otro momento en que ganó el Premio Casa de las Américas de Poesía, por su libro Explicaciones no pedidas. La misma tarde de 2011 en que recibió la noticia, la autora le proponía a su hijo Daniel, entonces de 28 años, que la acompañara en la celebración: Para que te des un gusto. Te quiere, tu ma le escribió en una pequeña tarjeta en la que le proponía que aceptara parte del dinero del premio.

"Explicaciones no pedidas", de Piedad Bonnett (Ed. Visor)
«Explicaciones no pedidas», de Piedad Bonnett (Ed. Visor)

Pero un día después, el sábado 14 de mayo, Daniel estaba muerto: se había tirado del sexto piso del edificio que ocupaba en Nueva York, donde cursaba un posgrado de Arte en la Universidad de Columbia.

Durante los años previos, había resistido con valentía los efectos de una aterradora enfermedad mental (esquizofrenia) que había convertido sus días en una batalla sin tregua. Hasta que ya no pudo.

Una vecina oyó una corrida en la terraza y, después, silencio. Daniel se había matado sin dejar una nota ni una carta.

Un rasgo de su personalidad que en la infancia divertía a sus padres, su perfeccionismo, se veía reflejado en la prolijidad con que había dejado ordenada su ropa y sus objetos personales: el reloj, la billetera, el celular, en fila sobre su escritorio de trabajo, un poco más acá de la ventana abierta desde la que podía verse la escalera de incendios que conducía a la terraza.

A ese departamento llegó Bonnett, junto a su marido Rafael y sus otras dos hijas, apenas horas más tarde de la muerte de su hijo, para recoger sus pertenencias, mientras su teléfono no cesaba de sonar, a causa del premio, como en aquel cuento de Raymond Carver —“Parece una tontería”—, en que una madre dolida por el inesperado accidente de su hijo recibe inoportunos llamados de un pastelero que reclama el pago de una torta de cumpleaños…

Una pintura de la serie 'Embozalados' (2008) de Daniel Segura Bonnett
Una pintura de la serie ‘Embozalados’ (2008) de Daniel Segura Bonnett

La autora iniciaba también un lento proceso de duelo que derivaría en la escritura de dos libros. En Lo que no tiene nombre (Alfaguara), brinda un testimonio pormenorizado y conmovedor de las semanas que siguieron al suicidio y de los años previos de la enfermedad; mientras que en Los habitados (Visor), hace un desplazamiento e imagina lo que sienten otros enfermos mentales, en una serie de 38 poemas. En ambos casos, consigue transmutar una vivencia brutal —personal, en alguna medida intransferible— en una experiencia humana colectiva; de una belleza ahogada, pero igualmente notable. No se queda en la catarsis: le da dimensión literaria a una tragedia.

“Pienso que yo como escritora tengo una cierta responsabilidad en transmitir la dimensión de este dolor”, explicó ella. “Me propuse escribir con total honestidad, porque eso es lo que esperamos de los libros”.

Otros muchos escritores —los estadounidenses Joyce Carol Oates, Joan Didion y Richard Ford, el irlandés John Banville o la chilena Isabel Allende, por citar algunos— también han hecho del duelo el objeto mismo de su literatura. “Yo buscaba, como decía Rafael Cárdenas, una exactitud aterradora», dice Bonnett, «y me metí en un proceso que era a la vez emotivo e intelectual, porque mientras leía mi mente transitaba por todos esos postulados, y mientras escribía tenía que revivir el dolor. Lo uno era antídoto de lo otro”.

Para ella, el poema es el momento en que el dolor encuentra “un punto de apoyo, el único. Después, uno vuelve al vacío, y en este sentido la literatura es también una prueba de nuestra impotencia”. /// 50Libros


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