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Claudia Aboaf: “La ciencia ficción siempre es política, y es una gran metáfora de la vida”

Las tres novelas con las que se convirtió en una de las referentes de la ciencia ficción climática, “Pichonas” (2014), “El rey del agua” (2016) y “El ojo y la flor” (2019), se acaban de editar como un único volumen que lleva como título “Trilogía del agua”

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Claudia Aboaf
Claudia Aboaf

Alguna vez Borges se maravilló de que la selva estuviera a media hora de Buenos Aires. El delta, para quien llega desde la ciudad, se presenta de repente. Hay autopistas, cemento, edificios, todos los elementos del paisaje urbano, pero se cruza un puente y aparece la naturaleza: árboles, islas, garzas, arroyos de agua opaca, camalotes, víboras. Todo un territorio de ficción.

A lo largo de los años, la literatura mantuvo una relación problemática con el delta. ¿Cómo contar la exuberancia de esa cuña puesta entre dos llanuras: la pampa y el mar? Quizás esa pregunta haya desalentado a los escritores. No son tantos los que hablaron de estas islas; las protagonistas siempre son las otras, las del Sur.

No son tantos, pero, sin embargo, se puede armar una serie: Sarmiento lo recreó con un génesis vernáculo, Sastre le otorgó categorías griegas, Bioy imaginó un túnel cortazariano que vinculaba el Tigre con Punta del Este y Conti lo narró como nadie en Sudestada. El delta es parodia para Gamerro, crimen para Plante, aventura para Domínguez, poesía para Bellessi.

Para Claudia Aboaf es acción y metáfora. Aboaf se apropió de la zona con sus novelas Pichonas (2014), El rey del agua (2016) y El ojo y la flor (2019), que acaban de ser publicadas por Alfaguara en un solo volumen bajo el título Trilogía del agua. Enmarcadas en un género que algunos llaman Cli-Fi, “ciencia ficción climática”, las historias siguen la batalla de dos hermanas que representan la difusa frontera entre naturaleza y tecnología. Uno de los puntos centrales del futuro distópico que plantea la Trilogía es la lucha por el agua dulce, un bien escaso y codiciado. Hay —o, por lo menos se pueden leer con ese tono— ciertas influencias de Ursula K. Le Guin y J.G. Ballard.

Trilogía del agua, de Claudia Aboaf (Alfaguara)
Trilogía del agua, de Claudia Aboaf (Alfaguara)

Naturaleza sangre

Aboaf mira al río, que se mueve como un animal mitológico, y sonríe. Estamos en el Paseo Victorica, la calle de los clubes de remo del Tigre, en uno de esos atardeceres de otoño que no se deciden a persistir en el verano o a comenzar el invierno. Durante la entrevista, Claudia va a ponerse y sacarse un suéter, mostrando y ocultando en la maniobra un tatuaje de flores en el antebrazo derecho: un brazo florecido del delta.

De este lado del río —y el río es el Río Luján—, los autos pasan lentos, como en procesión. En cada esquina hay un badén o un lomo de burro para que no puedan ir a más de treinta. Cada farol de la costanera está rodeado por una nube de insectos y alumbra con una luz manchada por la humedad. Del otro lado del río, un telón compacto de árboles da la sensación de ser un decorado. El agua toma un color lechoso. Por el contraste, ahora parece más clara.

Claudia espanta unos mosquitos con la mano del tatuaje. “En el imaginario del delta”, dice, “los mosquitos son el nuevo monstruo, a pesar de que el que transmite el dengue es un mosquito urbano”. Entonces habla de la selva: “La vegetación de esta zona se llama selva blanca: es selva; y toda selva es esquiva, atemoriza, encierra botánicas y fauna que la gente de Buenos Aires, por ejemplo, no sabe cómo interpretar”.

¿Sabrá que, tal vez sin proponérselo, da una clave de lectura de sus propias novelas? Las historias se desarrollan en una interzona —una interfaz, dirá ella— que hace tambalear las certezas de quien lee. Si todavía es posible decir que la literatura interpela a las personas, habría que decirlo de su literatura.

Presentación de "Trilogía del agua", de Claudia Aboaf. La autora junto a Dolores Reyes y Alan Pauls
Claudia Aboaf presentó la «Trilogía del agua» junto a Dolores Reyes y Alan Pauls

Barro tal vez

La naturaleza desarrolla una fuerza que es a la vez fascinación y rechazo, temor y fantasía. “En esos arroyos”, dice, “uno intuye que hay una profundidad que va más allá de las fachadas de las casas que ve cuando pasa con la lancha colectivo, una profundidad fuera del paisaje autorizado por el turismo”.

Aboaf habla de Sarmiento: de cómo él ya había imaginado un futuro para esta región. “Le decían ‘el loco’ —y, sí, claro: era acuariano—, pero veía el futuro”, dice. Y también dice que ella, como escritora de ciencia ficción, también tiene que hablar del futuro. “De alguna manera mi imaginario se estira constantemente”.

La oposición selva-ciudad o naturaleza-tecnología quedan representadas en tus novelas con las figuras de las dos hermanas protagonistas, Andrea y Juana. ¿Cómo es el diálogo entre opuestos?

—Yo creo que es el diálogo que hoy nos moviliza, que es el no-diálogo entre naturaleza y tecnología. Nuestra forma de ver el mundo ha sido de manera binaria.

Civilización y barbarie, para seguir con Sarmiento.

—Es la gran batalla en el interior de nuestra mente y nuestro corazón. Ya en el pensamiento aristotélico, el cielo era el reino de la inteligencia y la tierra, el del caos. Las ciudades vinieron a poner un orden no religioso del mundo, una conquista sobre la naturaleza caótica que siempre acechaba y a la que había que dominar. Pero ahora estamos a las puertas del desastre.

¿En el sentido de la crisis climática?

—Creímos que el Paraíso era un paraíso eléctrico. Prendimos la primera luz y se nos creó el imaginario industrial, tecnológico, revolucionario, y creímos que era el Paraíso. Pero eso que creamos nos llevó a estar frente al abismo, y no queremos aceptarlo, por supuesto. La mayoría no entiende que aquel paraíso eléctrico y petrodependiente no existía, como no existe ningún otro paraíso imaginado.

¿Hay que rechazar la tecnología?

—Nuestro mundo ambiente es técnico. Si queremos movernos en esa opacidad, vamos a tener que tolerar ciertas paradojas, ciertas tensiones, ciertos encuentros que son mistéricos. La tecnología no vino de afuera, no cayó de Marte. Pero ¿cómo vamos a relacionarnos, cómo va a ser el diálogo entre naturaleza y tecnología? Es lo que planteo en la Trilogía: las hermanas vienen de la misma genética, son de la misma sangre. En el fondo estaban separadas nada más que por un río.

Claudia Aboaf (foto: Alejandra López)
Claudia Aboaf (foto: Alejandra López)

Parte del aire

El temor al futuro es, en última instancia, el temor a la tecnología, o mejor, lo que podemos producir con la tecnología: el cataclismo nuclear, la revolución de las máquinas, la catástrofe climática. La ciencia ficción, entonces, suele poner en futuros distópicos los problemas de la actualidad. “¿Soy una reportera del presente o quiero estirar la imaginación como un faro de advertencia?”, se pregunta Aboaf. Sus novelas, entonces —dice—, están planteadas como críticas sociopolíticas que no se preocupan demasiado por distinguir la utopía de la distopía porque “a veces, las utopías se vuelven tan convencionales y normativizadas que se vuelven distopías”.

Pero tus novelas son distópicas.

—Distopía significa mal lugar. ¿Hemos convertido a la Tierra en un mal lugar? Yo creo, además, que hay una sensación de hartazgo de las distopías.

Poco después de que se publicó El ojo y la flor, que toma el problema del agua, se produjo la crisis hídrica en el Paraná.

—Esto ha sucedido siempre en la ciencia ficción, pero no porque uno haga profecías, sino porque se estira la imaginación desde el presente. Generalmente nos gusta la investigación, no estamos distraídos. Pero no somos solamente reporteros del presente. La metáfora es una gran herramienta para soñar otra realidad. Los grandes movimientos sociales empezaron con ideas, empezaron en el mundo abstracto o tal vez con el sueño de alguien que se despertó una mañana y lo activó. Es muy parecido a la literatura. Vamos a crear mundos. Estamos regidos por metáforas. Hay metáforas que determinan si estás vivo o estás muerto. Las mismas piedras estuvieron vivas o muertas, según las metáforas científicas. Las metáforas nos rigen. Entonces: ojo con las metáforas. Vamos a pensar cómo usamos las metáforas.

Hay muchas mujeres que se dedican al Cli-Fi. Hace poco salió Mugre rosa, de Fernanda Trías, por ejemplo. Pero también están Laura Ortiz, Ana Paula Maia, algo de Liliana Colanzi…

—Samanta Schweblin con Distancia de rescate.

¿Qué reflexión te genera que esta clase de ficción sea más abordada por mujeres?

—Yo creo que eso describe un poco la historia de la ciencia ficción. En la primera ola, con Arthur Clarke, Asimov, Bradbury, eran todos varones. Al principio parecía que había que poner naves espaciales para que fuera considerada ciencia ficción. Después se abrió otro espacio de reflexión más psicológica y ahí fue donde irrumpieron Ursula Le Guin, Angélica Gorodischer y, un poco más tarde, Liliana Bodoc. Puede sonar un poco a activismo, pero yo creo que podemos hablar de cierta sensibilidad hacia la naturaleza: mientras que los varones se ocupaban más de las conquistas, las guerras y el armamento, las mujeres podíamos sensibilizarnos con el planeta y los cuerpos de agua. Entonces, si voy a salir en defensa de este cuerpo de agua y quiero escribir ciencia ficción, es posible que me imagine una distopía vinculada con la venta del agua dulce a países donde ya no existe. Pero si ves por fuera de la literatura, las defensoras del territorio son mujeres. Las grandes defensoras de Latinoamérica, quienes le ponen el cuerpo al territorio son mujeres. Cuerpo y territorio son las metáforas de este siglo.

Si yo les preguntara a algunos autores para qué sirve la literatura, me dirían: “Para nada”. Pero ¿si te hago la pregunta a vos?

—Te respondo que hay acción en el trabajo artesanal con la palabra, porque se tiende un puente empático entre autor y lector. En la seguridad de la lectura hay contención, hay un diálogo y una interconexión que se activa. La ciencia ficción siempre es política, pero también es una gran metáfora de la vida y con esa lengua instrumental, podés conmover. La literatura sirve para mucho más de lo que los puristas quieran declarar. Es una interfaz, es una zona mistérica. Es un lugar que habitamos y donde toleramos, increíblemente, ficciones. Ni el académico más formal y canónico se asombra de que su materia de estudio sean mundos imaginarios completamente dislocados. ///50Libros


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