Al comienzo de su diario, el filósofo danés Soren Kierkegaard cuenta que asistió a una fiesta y que fue el corazón de la reunión. Luego, al llegar a la soledad de su casa, tiene ganas de terminar su vida. En esta contradicción radica lo más sustancioso de los diarios de escritores: hay siempre una doble vida, el ejercicio radica en la voluntad y el coraje de contarlas.
Hace unos días, hablando con mi hija, le dije que ningún adolescente es honesto con sus padres. Los grados de honestidad pueden variar, pero nunca son absolutos. Esta verdad que le atribuí a la adolescencia —por puros motivos pedagógicos— es cierta a lo largo de la vida. Nunca decimos toda la verdad. Salvo cuando nos confesamos.
Uno puede confesarse en la fe o puede desnudarse en un diario. La primera opción siempre acarrea el riesgo de la mentira. Le tememos al compás ético de nuestro confesor. En los diarios, uno está solo frente a la página, batallando con sus obsesiones, sus múltiples fracasos, sus breves triunfos.
Querido diario
El diario es un ejercicio casi obligatorio para el escritor. A través de este mecanismo suelta la mano, le pierde el miedo a la falta de originalidad. Fabián Casas dice que todo escritor nace como poeta; yo siento que nace como escritor de diarios.
Cuando yo era un preadolescente, los diarios eran cosas de chicas. Sólo ellas se podían confesar y después le ponían un candado que encerraba ambas solapas. Mis primas tenían uno cada una, pero a mi primo más chico no se lo habían comprado. Yo aborrecía los diarios. Hasta 2018.
Ese año le robé a mi papá el tercer tomo de Los Diarios de Emilio Renzi, la obra póstuma y polémica de Ricardo Piglia. ¿Por qué usaba a su alter ego para algo de carácter tan personal? ¿Vale corregir los diarios? Son dudas que siguen abiertas al juicio popular.
Una de las cuestiones más importantes de un diario es que da cuenta de la dificultad del trabajo del escritor. En una época en la que parece que cualquier persona con algún grado de importancia mediática puede escribir un libro, es refrescante ver la lucha de los que escribían sin el afán de vender. André Gide dice en su diario: “Hay que trabajar con encarnizamiento, de un tirón, sin que nada distraiga; es el verdadero modo de llegar a la unidad de la obra. Luego, una vez terminada, en reposo ya lo escrito, hay que leer con encarnizamiento, vorazmente, como corresponde después de tal ayuno, y hasta el fin, porque hay que conocerlo todo”. El escritor es también un lector que sabe, como dijo Lilliana Heker, que el borrador es un mal necesario.
Nada sale bien la primera vez y la escritura no premia a los lindos. No es un territorio para los conquistadores de la tierra; de haber sido así, Walter Isaacson no tendría trabajo, tampoco Irving Stone.
El carácter de expulsados de la sociedad está presente en la mayoría de los diarios. Uno ve —lee— a personas que buscan ser parte del mundo a través de la escritura. Cuando se leen los periplos de Kerouac para escribir su primera novela, uno se sumerge en un universo de disciplina extrema. Todos los días buscaba producir entre mil y dos mil palabras: si salían más, mejor, pero no lo festejaba de manera eufórica; si salían menos era una tragedia que sólo se podía permitir si lo vivido alimentaba la literatura. En este registro personal, la realidad le gana al mito. Si el autor de Los vagabundos del Dharma pudo llegar a la escritura automática, a los rollos de papel de arroz, a la perfección sin boceto fue porque en sus comienzos como escritor se dedicó por completo a explotar sus dotes.
Contame tu desidia
La familia de John Cheever se escandalizó cuando encontró sus diarios. El padre de familia que se iba por períodos cortos a convenciones o para hablar con sus editores no era tan pulcro. El hijo, sin embargo, escribe en el prólogo que lo que más le dolió fue leer que no era querido. Cheever tomó el regreso a casa de su hijo como una traición, lo detestaba en silencio. Pero a medida que fue pasando el tiempo se reconectó con su costado paternal y las distancias se acortaron.
Sería injusto decir que la mejor producción literaria de un autor son sus diarios. En ellos se cumplen algunas leyes de la literatura, pero la arquitectura en general tiende hacia el caos. La estructura que revela Piglia en su Teoría sobre el cuento está latente: un diario siempre cuenta dos historias, pero no hay cajas chinas, no hay nada escondido. Hay un ser social y un ser interior. Una persona sonriente con máscara que esconde a alguien que sufre.
En los Diarios de la edad del pavo, Casas muestra claramente la dicotomía entre el ser social y el individuo solitario. Sus reuniones con poetas, con escritores consagrados, con amigos y con compañeros de redacción son puro goce. Pero en la soledad lucha con los cuentos que tiene que pasar, con el objetivo de conseguir una máquina para tener el material en letra clara, con los CDs que se le rayan y saltan. También hay instancias de consumo problemático, pero nunca son en soledad. Él se encuentra a sí mismo en la lectura y en la escritura, en la demarcación de su mapa de héroes. Aparecen Gombrowicz, Musil, Saer y la figura cercana y a la vez inalcanzable de Zelarayan.
Escribir hasta que no quede nada por decir
En la introducción a La tentación del fracaso, Julio Ramón Ribeyro escribe: “Mi afición a los diarios data desde muy temprano… paralelamente a esta afición —pues uno tiende a imitar lo que le interesa o le gusta— empecé a escribir mi diario hacia fines de los cuarenta. Al comienzo mis anotaciones eran muy breves y espaciadas”. El autor peruano condensa tres aspectos muy claros: se copia lo que a uno le gusta, se lo hace primero con mucha vergüenza y rara vez se piensa en las formas literarias.
Es poco común ver un primer registro de diario que sea extenso. Si pasa, es que el autor hizo alguna trampa en la edición. ¿Qué es ser tramposo? Hay dos líneas claras en los recuentos que llegan a nuestras manos. Por un lado, están los diarios crudos, sin editar, repetitivos, con oasis de genialidad literaria y algunos desiertos de tedio interrumpidos con las pasiones de la doble vida. Por otro lado, están los diarios editados, publicados en vida, que llevan un período consciente de edición y manufactura que los otros carecen. Nadie dice que uno está bien y otro mal, pero hay ciertos puristas que sólo avalan que se hable de “diario” cuando es algo crudo. Al ser un registro personal, muchos diarios son publicados en forma póstuma, lo que da a entender que el autor no corrigió nada.
De lo que no se puede prescindir es de lo fragmentario. La experiencia de vida es discontinua, cambiante, difícil de recordar incluso al día siguiente. Un diario con un arco dramático sin fisuras es una autobiografía. El autor está jugando con nosotros.
El punto más difícil de zanjar es cuándo se termina un diario. ¿En la muerte? ¿Cuándo el autor se cansa? ¿Cuándo la letra manuscrita deja de entenderse? Los diarios de Casas terminan por cansancio. Gombrowicz, al irse de Argentina, se centra en su curso de filosofía. Ribeyro habla de las disparidades que lo unen con su pareja y cómo, a pesar de todo, va a seguir apostando al amor.
Probablemente nadie pueda superar el final de Cesar Pavese en El oficio de vivir: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. El poeta italiano deja claro que el mejor momento para dejar de escribir es la muerte, pero, en este caso, la muerte es premeditada: Pavese escribe las últimas palabras en el cuarto de hotel que había reservado para suicidarse.
Diarios, lado B
El oficio de llevar un diario es peligroso. Uno se confronta con sus costados más oscuros y muchas veces no lo quiere ver. Por otro lado, nos separa de la sociedad: la gente que sabe que uno lleva un diario no le va a hablar de todo. Una vez, el director de cine Juan Villegas dijo en clase que sus amigos se cuidaban sobre qué confesarle por miedo a aparecer en su diario.
Alguna vez los diarios fueron catalogados como literatura menor, pero a fines de la década de los ochenta, se volvieron un ítem buscado y perdieron su mote de literatura barata. Esto se debió a que empezaron a aparecer los diarios de grandes autores y a los críticos les dio miedo hacer su trabajo. Como género son una ventana a las penurias que surgen del oficio de ser escritor. Un recordatorio de que no es fácil ganarse la vida plasmando ideas en un papel. Que sin importar cuán bueno sea uno, casi nunca alcanza el dinero y hay que inventarse changas, clases en asociaciones de psicólogos, artículos periodísticos, cuentos para vender, participar en cada concurso literario que aparezca. La literatura es una ecuación que termina siempre dando menos que cero, pero algunas personas no tienen otra opción más que practicarla.
En su libro Zen, el arte de escribir, Ray Bradbury contaba que, si no escribía por una semana, caía en un estado de salud deplorable, algo que no le pasaba cuando escribía todos los días. En La enfermedad de escribir, Bukowski contaba cómo aporreaba las teclas de su máquina de escribir y que eso le daba vigor. Las primeras anotaciones eran a mano, porque había vendido su máquina para comprar alcohol. Para el creador de “Hank Chinaski”, la historia A era ser alcohólico mientras que el lado B era ser escritor.
Los diarios son eso: lados B buscando llegar a ser el lado A. Muchos lo logran, aunque el autor no viva para verlo. ///50Libros