Una montonera que se dio vuelta. Una mujer que nunca resignó sus ideales. Una estudiante del Buenos Aires que se dejó llevar por la aventura de la revolución y salió mal. La hija única de una familia militar disfuncional, que vivió entre el progresismo y la libertad sexual. Una traidora, una infiltrada, una colaboradora. Una mujer que estuvo en el infierno, que tuvo a su hija durante el cautiverio en la ESMA y que fue violada sistemáticamente por su torturador. Una joven bella y astuta que logró engañar a los represores. El juguete que Astiz llevaba a bailar a Mau Mau. Alguien que dice una verdad que no se quiere escuchar. Una víctima, una víctima, una víctima. ¿Quién es Silvia Labayru?
En 2012, yo editaba el blog de Eterna Cadencia y uno de los colaboradores permanentes era Juan Martini, que tenía una columna semanal que se llamaba “El cronista accidental”. El martes 17 de abril de ese año, Juan publicó un texto a raíz de la publicación de Disposición final, el libro de Ceferino Reato donde Videla admitía que la dictadura había asesinado apenas a 8.000 personas. En esa columna, Juan le dedicaba un largo párrafo a Silvia Labayru. Habían pasado treinta años del encuentro que mantuvieron en España, donde ambos estaban exiliados —ella vivía en Madrid; él, en Barcelona—, pero la frialdad de Videla le había recordado la voz maquinal de aquella mujer.
“La conocí a través de amigos ex militantes porque quería dar testimonio de su cautiverio en la ESMA, donde había colaborado”, decía Martini, “y en ese momento ex montoneros masseristas la acusaban desde París exactamente de eso: de colaboración. Aparte de no ser torturada, de traducir documentos, de salir a marcar o señalar militantes, de participar con marinos en fiestas fuera de la ESMA, de hacer apología del coraje de Astiz y de ser amante de su carcelero, lo más grave que había hecho Silvia Labayru era haberse hecho pasar por hermana de Astiz —puesto que era rubia y alta y bella como él— en la iglesia Santa Cruz y en el caso de la desaparición de las monjas Léonie Duquet y Alice Domon”.
Labayru, decía Juan, quería contar —“confesar”— su versión y lo buscó a él porque necesitaba que alguien escribiera el testimonio. “Fue la primera vez que escuché una descripción con pelos y señales de lo que había pasado en el interior de la ESMA”, seguía Martini, “me sacudió el espanto, y el tono gélido de Labayru en su relato me aniquiló. Entonces le dije que yo no podía escribir lo que ella quería”.
Tema del traidor y del héroe
Por el centro clandestino de la ESMA pasaron alrededor de 5.000 secuestrados. Sobrevivieron menos de doscientos. Y, si bien, el reclamo de los organismos de derechos humanos siempre fue el de “Vivos los llevaron, vivos los queremos”, muchos de los sobrevivientes —si no todos— fueron objetos de recelo. Qué habían hecho, qué delaciones, que traiciones habían cometido para seguir vivos. “El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta”, escribió Pilar Calveiro en Poder y desaparición, un ensayo ya clásico de 2004. Calveiro fue secuestrada en 1977 y pasó por varios campos, entre ellos la ESMA.
La historia de Labayru es irremediablemente ambigua. Comenzó a militar en Montoneros desde que estaba en el colegio secundario. Su nombre de guerra era Mora. Rubia, bellísima, criada en el seno de una familia militar, había vivido en los Estados Unidos, pasaba las vacaciones en el exterior, tenía gustos y modos propios de la clase alta. ¿Qué fue lo que la hizo entrar en la lucha armada? En Montoneros se ocupaba de las tareas de inteligencia: por ejemplo, seguir e informar a la conducción los movimientos de Leopoldo Fortunato Galtieri ante un eventual atentado. Pero, a la vez, se manejaba con tal desprolijidad e inconsciencia que su madre tenía las llaves del departamento donde escondían las armas. Antes de cumplir los veinte años, Labayru se había casado —a pedido de la organización— con Alberto Lennie, y su cuñada, Cristina, era un cuadro importante de la dirigencia.
En diciembre de 1976, Labayru, embarazada de cinco meses, fue secuestrada por un grupo de tareas y permaneció cautiva en la ESMA durante un año y medio, donde la incluyeron en el staff que hacía trabajo esclavo para la campaña política de Massera. En abril de 1977 nació su hija, Vera, que pocos días después fue entregada a la familia. Estando en cautiverio, Labayru participó en situaciones bizarras o surrealistas como que Astiz le sacara los grilletes y la llevara a una de las peluquerías más exclusivas de Recoleta y luego a bailar a una discoteca de moda. También fue la que descubrió que los “traslados” de los miércoles eran, en realidad, los “vuelos de la muerte”. ¿Quién es Silvia Labayru?
La llamada, el nuevo libro de Leila Guerriero, esun extenso perfil de Labayru. Pero es más que eso.
Los 70 aparecen, vuelven, irrumpen. Están presentes en los libros, en el arte, en los carteles de las universidades públicas. Son tematizados en las películas que ganaron el Oscar. Forman parte del discurso político —como enaltecimiento o revanchismo—, son el fantasma tutelar en marchas y manifestaciones. En el nuevo libro de Javier Sinay, que es una investigación sobre el atentado a la AMIA, la mención al centro clandestino de detención de la ESMA aparece en la segunda página. Se habla mucho de los años 70, pero llamativamente casi no son objeto de debate.
There are more things
“O comprás el relato de la libertad, la justicia, la denuncia, los compañeros desaparecidos, el culto al muerto, sin ningún tipo de reflexión sobre lo que fueron esos años, o nada”, le dice Labayru en un pasaje del libro a Guerriero. Es una de las muchas frases con las que cuestiona la glorificación dogmática de la juventud maravillosa.
La versión de Labayru dista de la de Juan Martini —y tantos otros—. Ella dice, por ejemplo, que la tortura le lastimó tan brutalmente los pezones que no pudo amamantar a la hija, y que eso derivó en una mastitis y en una infección que, paradójiccamente, casi la mata. Y que pocos días después del parto, el represor Alberto “Gato” González empezó a sacarla de la ESMA para llevarla a un hotel alojamiento o a su casa y someterla sexualmente. Algunas veces, en un juego perverso difícil de explicar, participaba también su mujer. A veces, en algo ya directamente incomprensible, González llevaba a la hija de Labayru y la dejaba en la cuna de su propia hija, mientras el matrimonio violaba a la madre. Hace poco, González fue condenado a veinte años de prisión gracias a las denuncias que hicieron Labayru y otras mujeres.
Denuncias que muy significativamente fueron criticadas por sus compañeros de militancia. “Que las secuestradas denunciáramos las violaciones venía a perjudicar la moral revolucionaria, la imagen de los montoneros”, dice Labayru. Y más adelante: “Entonces estos compañeritos que militan tanto los derechos humanos prefieren que las violaciones queden impunes antes que este tema tan escabroso salga a la luz”. Y todavía más incómodo: “Y, si me gustó, qué. ¿Es menos violación? No. Es lo mismo. Además, en ese lugar tenías que hacer que no se te notara el miedo, el rechazo. Todo era «Qué suerte, gracias por violarme, esto me hace bien para mi recuperación»”.
El relato de Labayru se llena de inconsistencias, se contradice. ¿Cómo se explica que pudiera moverse con tanta —si se me permite la palabra— libertad en la ESMA? ¿Por qué la dejaban salir, dormir en la casa del padre, ver a la hija, escribir cartas? Guerriero reconoce que, con cierta frecuencia, Labayru repite casi textualmente algo que ya les ha dicho a otros. Una forma artificiosa puede esconder alguna falsedad, alguna reescritura. Y, sin embargo, son muchos los días, muchas las horas de entrevistas –en la casa de una, en la casa de la otra, en el consultorio de la pareja de Labayru, en bares, en confiterías, en actos en el Espacio para la Memoria, en España, por Zoom–, muchos momentos para bajar la guardia y que una mentira no salte a la luz. Y no salta.
Pero, además, aunque todos estos interrogantes sean válidos en tanto se quiera comprender al personaje, quedarse sólo en ellos sería perder el foco y hasta aligerar la carga del verdadero culpable. Lo que hayan hecho o no los secuestrados para continuar con vida es responsabilidad de la dictadura, del aparato represor que impuso el terrorismo de Estado.
La otra muerte
Leila Guerriero dice que el padre de Labayru fue quien involuntariamente la salvó: un día recibió la llamada telefónica de alguien que él creyó que era de Montoneros y le gritó con asco, diciendo que eran ellos los responsables de la muerte de su hija —todavía no se sabía que estaba viva—. El que había llamado, en realidad, había sido el “Tigre” Acosta, que se dio cuenta de que el hombre estaba de su lado; eso, dice Guerriero, fue algo que valoró en el camino de la “recuperación” de la hija.
Como razón parece demasiado liviana. Si el libro fuera una novela, esa llamada circunstancial resultaría poco creíble, una salida fácil del escritor. Y es que tal vez no haya habido una razón. O quizá haya habido muchas razones de poco peso. Probablemente ni siquiera los dictadores tengan en claro qué fue. La necesidad de hallar una causa se da de frente con la arbitrariedad de la dictadura: esa es, justamente, la medida del horror. No saber cuándo ni cómo ni por qué.
Se le ha criticado a Leila el uso excesivo de la primera persona. Yo no lo creo en absoluto. Es una voz testigo que se planta, que habla y se compromete. El de Leila Guerriero es un estilo que se ama o se deja. Una voz desterritorializada, que habla de vos pero que también dice maleta y mesero, y que a veces se entrega a una poetización innecesaria —“el melancólico aroma del shampoo de los que se bañan a la tarde”—. Pero, más allá de eso, logra hacer algo muy complejo, que es abarcar en algo más de 400 páginas una figura tan polémica como la de Silvia Labayru y evitar cualquier juicio de valor. “Pienso en algo que mencionó muchas veces”, escribe, “que la desquicia la gente que dice «yo no soy quién para juzgar» porque la frase en sí implica un juicio”.
Los momentos de los libros no se eligen. Leila Guerriero empezó a escribir durante la pandemia, a partir de un comentario del forógrafo Dani Yako. En el libro hay continuas referencias a los barbijos, las ventanas abiertas para evadir el virus, al COVID, los PCR, las restricciones de los vuelos. Fueron años de trabajo que terminaron decantando en un libro que salió en 2024, en un momento en que la política dio un giro hacia la derecha.
La pregunta, entonces, es cómo impacta La llamada en el debate político. Yo sostengo que, lejos de dar herramientas para los simpatizantes de la dictadura y a los negacionistas como Javier Milei, muestra claramente la violencia, el horror y la crueldad de los represores. Pero de alguna manera les exige a los organismos de derechos humanos abrir el espacio que estuvo obturado durante mucho tiempo y plantearbun diálogo profundo, maduro, honesto. Como intentaron Ernestina Carri con Los Rubios y Martín Caparrós con A quien corresponda. Quizás ahora, en un contexto adverso, sí se consiga. ///50Libros