María Negroni suele decir que “la poesía es la continuación de la infancia por otros medios”. Que la frase sea una reversión de la cita de Carl von Clausewtiz sobre la guerra y la política pone a la creación artística —que desde siempre reclama para sí el uso de las metáforas bélicas— como un territorio de insubordinación y rebeldía. En el mundo infantil, los chicos son desobedientes, se niegan a aceptar los mandatos, subvierten el orden adulto: así es la condición de la poesía, y, por extensión, de la literatura y el arte.
Pequeño mundo ilustrado, Museo negro, Galería fantástica, Film noir: sus ensayos sobre arte libros son colecciones eruditas de quien tiene la voluntad de totalidad a sabiendas de ser un objetivo inalcanzable. Más aún: si Borges pretendía ver el universo en el Aleph, Negroni entiende que, para acceder a una porción del universo, se necesitarían mil Alephs vistos por mil ojos.
Estas dos ideas se combinan en Cartas extraordinarias (Penguin Random House), un libro tan incalificable como hermoso, que trae una serie de cartas apócrifas de los grandes autores publicados en la colección Robin Hood, que constituyeron la primera biblioteca de Negroni —y las de todos nosotros—. Aquellos libros de tapas amarillas eran infinitos. Ahí estaban: Emilio Salgari, Hans Christian Andersen, Dickens, Stevenson, Collodi, Lewis Carroll, Jonathan Swift, Mark Twain, Jack London, Daniel Defoe. “¡Qué maravilla de ADN literario!”, escribe Negroni en el prólogo.
Si la selección es arbitraria —son los autores que la impactaron en la niñez más tres de la adolescencia: Mary Shelley, J.D. Salinger y Edgar Alan Poe—, las fechas de las cartas están pensada con justeza para encontrar el momento en que cada personaje se define. La correspondencia se vuelve una miniatura, un pequeño objeto biográfico.
Cartas extraordinarias comparte un aire con Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera; 2017), pero mientras aquel era un libro de poemas que Negroni había escrito inspirada en Emily Dickinson, en este nuevo libro les da voz a veintidós autores para que manden las cartas que debieron haber enviado a sus familias, a sus amores, a sus editores, también a sus personajes. Es una médium que habilita mundos posibles. Como dice el acápite de Jean Cocteau: “Yo soy una mentira que dice la verdad”.
La carta de Verne es de julio de 1867. Le escribe al padre que está dedicado, con una regularidad monacal, a las aventuras del Capitán Nemo. “A la realidad, padre, siempre le faltó realidad. Por eso, me dediqué a imaginar que es, siempre, muchísimo más grande que vivir”. Jacob Grimm le habla a su hermano Wilheim fallecido. Sus libros nunca fueron para niños, dice: “Tú lo supiste antes que yo. Por eso, disentías con los editores sobre la necesidad de ilustrarlos. Los relatos te interesaban por lo que tenían de poesía, de mitología, de historia y de caudal lingüístico”. En 1937, Salinger le manda una carta “con amor y sordidez” a su exnovia Oona —que se casaría con Chaplin— pidiéndole que vuelva con él, hablándole de Holden Caufield.
No es una correspondencia de tristeza ni melancolía, pero tampoco de felicidad. En la mayoría de las circula un espíritu a lo Bartleby. Escriben, pero ¿preferirían no hacerlo? “Escribir”, dijo Negroni alguna vez, “es horrible, es tremendo, es un privilegio, es una desgracia”.
Los problemas financieros —Salgari, Poe, Defoe—, la incomprensión —Kipling: “Aprendí pronto a defenderme, a darles lo que querían como una forma de ejercer el odio”—, la soledad —Mary Shelley, Salinger, Lewis Carroll—: todos, de una u otra manera, hablan de los costos materiales y emocionales de la actividad literaria.
Una de las cartas más descarnadas es la de Louisa May Alcott a Emily Dickinson. Dice la autora de Mujercitas: “Me eduqué levantándome a las cinco de la mañana, alimentándome a manzanas y agua y, en esa disciplina, en la que estaban prohibidos los besos, desarrollé mi temperamento indócil (que mi padre nunca dejó de enmendar), y empecé a escribir, dando cauce a un vicio clandestino y publicando con seudónimo algunos romances que atrajeron críticas feroces”. Y más adelante: “Falta poco para que cumpla cuarenta años. He quedado afuera de la habitación conyugal y aún no logro elucidar si el poder de una mujer deriva de no amar o si la libertad es mejor marido que el amor”.
Estas cartas, dice Negroni en el prólogo, fueron para ella un doble premio: “No solo me pasé un año sumergida entre los libros que me marcaron como pequeña lectora, sino que pude acercarme, por interpósitas voces, a las aristas más vertiginosas de esas mismas preguntas que me formulo hace tiempo, cada vez con más urgencia”. ///50Libros