A veces tu ausencia forma parte de mi mirada, / mis manos contienen la lejanía de las tuyas / y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.
Estos son los primeros versos del poema de José Carlos Becerra, “El otoño recorre las islas”. Y sin embargo, él venía de un paisaje sin otoño. Su tierra era en realidad agua —como escribiera su paisano Carlos Pellicer—, trópico caliente y verde. Era joven, brillante y estaba enamorado de la vida y de la poesía cuando tuvo en Italia el accidente automovilístico que le costó la vida. Tenía sólo 34 años.
Cuando lo leo deslumbrada no puedo dejar de pensar en la traición que le jugó el destino y en el bello y dolido libro de Silvia Molina, La mañana debe seguir gris, que recibiera el Premio Villaurrutia en 1977, y que el Fondo de Cultura Económica reeditara en 2023. En él, la querida autora escribe sobre la relación amorosa que tuvo con el poeta. Dos jóvenes mexicanos en Londres, el amor, la muerte y el otoño recorriendo las islas.
Pero el poeta tabasqueño no conoció los ríos de mi infancia, de reflejos dorados y barro frío; no conoció aquel Delta del río Paraná donde sigo siendo niña. No tuvo las hojas rojas de los robles en mayo. Mi otoño no fue el suyo. Pero su título se ha vuelto mío. Quizás por el tejido de caminos solitarios, a-islados, isolados, isleños que me marca. Soy de una estirpe de insulares lejanías. Donde otros ven fiesta y risas, nosotros vemos melancólicas señales del tiempo. A veces tu ausencia forma parte de mi mirada… Puro otoño, José Carlos. O tal vez callados caminos hacia adentro. Hacia un horizonte que es origen. Nostalgias, dicen, del elemento primigenio: nado líquido en el útero materno, o memoria inasible de los primeros organismos sobre la tierra. Conexión con el todo desde el punto más frágil del yo.
Las islas son paisajes de agua. Rodeadas de los ríos marrones que desembocan en el Plata, o del Caribe luminoso, o del Mediterráneo de Odiseo y los migrantes africanos, o del “Atlántico sonoro” que evocara el canario Tomás Morales, son abierto anhelo de horizonte
Siempre me soñé casi líquida. Cuando era chica imaginaba que algún día tendría branquias: tanto era el placer que me daba nadar. En el mar seguía a mis padres braceando con calma, en el agua oscura y fresca del sur. El agua fue también mi hogar.
Hoy amanece en esta ciudad en la que escribo. Lejos del otoño, lejos de las islas que guardan las cenizas de mi madre, miro el mar y están conmigo. Leo a Mar Padilla: “No sabemos por qué, pero nos gusta sentirnos inundados por la idea del agua y su extraña —casi mágica— compañía. A veces no hace falta ni tocarla, con recordarla nos basta. ‘Quiero volver a tierras niñas, llévenme a un blando país de aguas’, escribió Gabriela Mistral”.
Dicen los estudios que solemos vincular al agua nuestros recuerdos más felices, que mirándola, o sumergiéndonos en ella algo se activa dentro nuestro. Mi a-islamiento se vuelve entonces íntima celebración de paz, de luz, de alegría. ///50Libros
Una versión previa de este artículo salió en el periódico mexicano Sin Embargo.