Isidoro Blaisten era un milagro, un gato de cinco patas, un olmo que daba peras. Era un cuentero judío, un pachorra entrerriano y un porteño terminal, un relojero loco, un vago, un perdedor serial, un rey de la angustia, y también, sobre todo, un maestro de la salvación por la risa, por el relámpago poético. “Me hubiera gustado ser un príncipe lituano, pero soy un mersón de San Juan y Boedo”, dijo famosamente, en el café Canadian, a metros de su ilustre “establecimiento”, aquella librería adentro de una galería comercial adonde iba tan poca gente que a veces se iba él también, para que fuera perfecta.
Yo pienso invariablemente en él cada vez que leo estas palabras del gran Danilo Kis: “Confieso que soy un practicante del elemento lírico enmascarado, aspiro a hacer poesía muy silenciosamente con esa táctica. El lirismo suele ser fatal para la prosa, y yo escribo a máquina para evitar el temblor de la mano, metafóricamente hablando. Pero lo que yo quería era ser poeta, me preparé toda la vida para eso, así que cuando descubrí que lo que tenía para decir era en prosa, intenté que mi prosa tuviera al menos algo que tiene la poesía: ser siempre sobre la persona que la está leyendo o escuchando”. Si a esa doble definición (el elemento lírico enmascarado y el ser siempre sobre el que está leyendo) le sumamos la salvación por la risa, tenemos la fórmula completa, el adn enterito de Isidoro Blaisten.
Ya estaba todo en ese cuentito de su primer libro: un tipo entra en un negocio y pide la salvación. Le dan un paquete. Sale del negocio y cuando cruza la calle lo atropella un auto. Se junta gente. Una mujer que asiste al hecho mira al hombre caído en el piso y dice: “Vean a qué cosas se aferran los seres humanos”. Blaisten era un poco como Quino: tenía esa clase de ojo metafísico. Tenía también el karma de los escritores poco prolíficos: todos le pedían que publicara más pero no podía, escribir le costaba un perú, envidió siempre la torrencialidad de los novelistas y los periodistas.
A fines de 1982, por una serie de casualidades providenciales, se abrió la posibilidad de que Emecé aceptara publicar “autores que no fuesen de la casa” y yo salí teledirigido a ver a Blaisten. Abelardo Castillo ya me había prevenido: “Te va a decir que no tiene nada, pero vos preguntale por esas conferencias que da”. Blaisten, efectivamente, me dijo que no tenía nada inédito que fuera publicable. Me trataba de usted, me decía Juancito y se deshacía en disculpas por no tener un libro para darme: era una situación delirante. Yo le pregunté por las conferencias. A él se le iluminaron los ojos. “¿Le hablaron de mis conferencias?” Y empezó una típica situación Blaisten: “Bueno, en realidad no son conferencias, son otra cosa, yo no sirvo para dar conferencias, no me salen, intento pero no me salen, yo digo que lo que hago son anticonferencias…”
En realidad había sido solo una inicialmente, que repetía y repetía hasta que se fue deformando y ramificando de tal manera que dio brotes, hasta convertirse en un estilo, una respiración, algo completamente libre que en los cuentos de Blaisten se vislumbraba pero, por esa cuestión de mecanismo de relojería que tiene el género cuento, no se manifestaba tan gloriosamente desatada como en esas anticonferencias. Ya se veía venir que iba en esa dirección después de ese cuento formidable, ese cuento-río que es “Violín de fango”, una audición radiofónica de tango que va delirándose hasta abarcar todos los rincones de la memoria colectiva de los argentinos. La deriva en su máxima expresividad, en su manifestación más envolvente: eso es Anticonferencias para mí. Es narrativa, es confesión, es reflexión es poesía, es autobiografía, es cuadro de época, es… Qué importa qué es: lo que importa es el efecto que produce su lectura.
Blaisten decía que había aprendido de tres maestros: Borges, Mastronardi y Marechal. Yo creo que su combinación de humor, espíritu y destreza es única en la literatura argentina. Leerlo es una fiesta. ///50Libros