Vinilo acaba de publicar El libro de las fobias, una antología de relatos breves en donde participan, entre otros, Paula Hernández, Analía Couceyro, Santiago Llach y Analía Harwicz. El libro resulta un fresco de época: además de los temores “tradicionales” como el miedo a volar o el miedo a las ratas, aparecen otros como el miedo a la felicidad, a la naturaleza, al psicoanálisis, a los padres. Es que, aunque el título del libro suba la apuesta —y de cierta forma la medicalice—, algunas de las fobias mencionadas son un poquito más negociables que la parálisis de la aversión.
Es interesante que todos, de alguna forma, intentan definir qué es una fobia. Dice Margarita García Robayo: “La definición de fobia que más me gusta es esa que dice que es un fracaso en el desaprendizaje de miedos. La cultura nos enseña (nos empuja) a perderle el miedo a ciertas cosas a las que, en realidad, deberíamos temer. Hay gente que falla, que no consigue cerrar esa puerta por la que se cuela el miedo y, cuando ese miedo se extrema, supongo, aparece la fobia”.
La fobia es horror, dice Pablo Maurette: “No hace falta racionalizar nada. Se siente en el cuerpo”. Y Maia Debowicz: “Superar una fobia implica dejar de ser uno mismo y convertirse en otra persona. Cuando pasan los años, el miedo irracional se vuelve una dama de compañía. Dejarlo atrás implica una traición. Deambular desorientada por las calles un rato. Estar solos”.
Una de las características del miedo es su incomunicabilidad. Porque así como el miedo levanta una frontera entre lo que una persona puede y no puede hacer, también obtura el lenguaje. Es el viejo truco del psicoanálisis: cómo desarmar aquello de lo que no se puede hablar. “Adicto significa no dicho”, recuerda Santiago Llach en su texto sobre el rechazo la gente. La frase se la había dicho una chica en la facultad, pero él termina poniéndola en duda: posiblemente sea una traducción apócrifa. Eppur si parla.
Una mujer que teme imponerle a sus hijos la obligación de ser felices; un hombre que deja un largo audio de WhatsApp caminando por París pensando cuánto detesta a la gente; una mujer que se congela en el invierno europeo pero no por el frío sino por la mirada demoníaca de dos gatos, otra que no puede volar y una más que no puede sentarse; un padre que odia a los demás padres del colegio; una mujer claustrofóbica que lucha contra su propio cuerpo; un hombre que no puede caminar descalzo en el pasto.
El libro de las fobias es bueno; tal vez incluso muy bueno. Cada texto —en géneros que cruzan la crónica, la ficción, la autobiografía— consiguen romper el corset de lo anecdótico. Sin embargo, cada autor termina preso de su propia imposibilidad. Cursi, decía Ramón Gómez de la Serna, es todo sentimiento que no se comparte. Cómo hacer para compartir un sentimiento de terror en seis o siete páginas. Uno no termina de hacer centro del relato que ya pasó al siguiente. Pero al final, el libro es más que la suma de sus partes: hay algo, un tono, un ambiente, un núcleo que pervive y que se funde en la lectura.
Martin Amis decía en El libro de Rachel que todos tenemos fallas, lo que nos diferencia es qué hacemos para sobrellevarlas. Algunos, literatura. ///50Libros