Lo primero que quisiera decir de esta novela es que leerla da gusto. Es placentera de leer. Esto, que podría parecer algo marginal o tangencial, me parece, en cambio, central porque la trama misma de Flora de perfil busca dar cuenta de lo que es la experiencia estética. “¿Qué es el arte?” es una pregunta que sobrevuela toda la novela. Tanto como “¿Qué es el amor?”, el otro interrogante que la estructura.
Si Ardor Klein es el arte, podemos postular —entonces— que el narrador es el amor. Entre estos dos polos se tensionan Laura, arrebatada y disponible para la experiencia artística, y Flora, seria y consciente de su rol de “mujer de”. Lo interesante es que el narrador es, además, sin dudas, también, el dinero. ¿Hay puntos de contacto entre el amor y el dinero?, parece preguntarse esta novela. Responde el narrador: “El amor que a veces es también un peso que sostiene y hunde”, en donde “peso” podría ser tanto la consecuencia de la fuerza de gravedad como la unidad monetaria.
El dinero, por otra parte, también puede ser arte, como lo demuestra el artista del que el narrador adquiere un cuadro, que trabaja todas sus obras en papel moneda. Cuando se encuentran el artista le susurra al narrador: “El dinero es una forma de la poesía”, epígrafe de Wallace Stevens que abre la novela.
Flora de perfil es un artefacto geométrico en el que se articulan varios triángulos: el arte-el amor-el dinero, Aníbal-Flora-el narrador, Laura-el narrador-Flora, Flora-la húngara-Ardor y al menos dos cuadriláteros: Flora-la húngara-Ardor-el narrador y Flora-Ardor-Laura-el narrador.
Ardor Klein y el narrador funcionan como doppelgänger, dobles. Cuando las vestuaristas prueban en el narrador un vestido de lamé azul destinado a Ardor observan: “Tenés el cuerpo bastante parecido al de Ardor”. Queda en evidencia, también, en la escena de maquillaje en el baño, que se repite dos veces. Una, en mitad de la novela, con Laura y Ardor; la otra, al final, con Laura y el narrador, cuando la identificación entre arte y dinero es ya un hecho consumado.
En la primera versión de esta escena, el narrador comenta: “Aníbal estaba sentado sobre la tapa del inodoro. En pantuflas, las piernas apenas separadas, exhalaba un perfume de colonia antigua, parecía un oficinista que por puro juego acepta maquillarse y ahora disfruta de las caricias de su mujer mientras dice, ¿te imaginás si me vieran los muchachos?”. El narrador es, de hecho, un oficinista que bromea con “los muchachos” sobre la presencia de Laura en su vida, su “maestra particular de arte alternativo”.
Pero hay además otro momento notable que entrelaza a Ardor con el narrador: el de la galería a oscuras. Si las escenas del baño giran en torno de la impostura (la máscara), esta tiene, en cambio, en su epicentro el dinero. Ardor necesita cambiar dólares y acude a una cueva. Es un pasaje que no tiene desperdicio, además, por su actualidad radical: “La galería era una boca de lobo. Avancé como pude, tanteando casi. Hacía rato que los inquilinos no pagaban la luz y se alumbraban con unas lámparas a kerosene que ponían en riesgo a todo el barrio. […] Lo había visto [a Aníbal] entrar en uno de los locales, algo así como una casa de cambio en la que adiviné al chino con una linterna, abriendo la caja fuerte, contando los pesos con la maquinita y dándole unos dólares envejecidos, sucios”. Luego de la transacción, Aníbal sale apurado e inquieto, el narrador lo sigue. Aníbal se interna en la oscuridad de la galería. “Estábamos al final del largo pasillo, era un dead end, el último local, ahí donde la luz del sol no llega y es imposible saber la hora, el momento del día.” Ahí, lejos de todo lo conocido, el narrador pronuncia las palabras: “Aníbal, soy yo”. Que, por supuesto –a esta altura lo podemos decir–, pueden también leerse como: “Aníbal soy yo”.
Más adelante, cuando el narrador ocupa su jornada en ayudar a gente desesperada por hacer que la plata dure, por mantener sus ahorros al reparo de lo que podríamos denominar “motosierra y licuadora”, el narrador comenta: “le pasé el código de una cuenta en la que si depositaba cien en un mes iba a tener mil […] ¿No es, acaso, lo que hace, no sé si Dios, pero seguramente un dios? Y bastó pensarlo para entender: Aníbal era también un dios y eso, indefectiblemente, nos hermanaba”. Termina de confirmarlo Flora al contarle al narrador la fiesta en la que conoció a Aníbal/Ardor, cuando afirma: “esta manera que tiene [Aníbal], de ser uno y dos”.
Llegamos, así, al meollo de la trama de Flora de perfil: Aníbal es, en efecto, un personaje doble. Porque Aníbal es Ardor Klein pero, también, porque es el narrador. Podríamos decir que son el mismo personaje en dos estadios diferentes del tiempo, tal como lo refleja la escena final del baño, que comparten.
La búsqueda de Ardor Klein se resume en ser contratada por el Festival Béla Bartok como artista invitada. El narrador, en cambio, persigue un brillo, un fulgor que su vida de financista impide, pero que empieza a encontrar en el baño del Havanna, enfundado en el vestido de lamé azul cosido para Ardor: “por un segundo me sentí el hombre más feliz del mundo. Brillaba, estoy seguro. Las miré a los ojos, buscando eso: la confirmación de que estaba rodeado de luz. Pero ellas [las vestuaristas] solo hablaban del vestido, la caída, el peso de la tela, el corte, hacían referencia a posibles cambios, un tajo, un escote más pronunciado; me miraban pero no me veían, completamente indiferentes al resplandor”. En este momento llega Aníbal: “Aníbal era el foco, el norte, el sentido”. El mecanismo que regula los intercambios entre Aníbal y el narrador lo develará este último: “Es un juego, el avance de uno depende del retroceso del otro”.
No es ocioso, en este sentido, que la última representación de Ardor, tenga poco público, aspecto de gloria pasada, de 15 minutos transcurridos. El declive de Ardor coincide con la llegada a término de la afanosa búsqueda que el narrador motoriza en pos de su brillo, de un resplandor propio. En un garaje abandonado del barrio de Agronomía al que acude junto a Laura para experimentar, en palabras de ella, “lo último de lo último, la creatividad total, la vuelta completa”, el narrador logra, por fin, conectar con su estrella. Encender y sostener ese brillo que persigue durante toda la novela: “Y entonces, lentamente, empezaron a seguirme. Uno a uno empezaron a desvestirse; los hombres, las mujeres, incluso Laura que dice que ese día pensó que me estaba volviendo loco, se sacó la camisa, el pantalón, el corpiño.” Logro que nos lleva a una de las escenas más logradas de Flora de perfil: la que tiene a una vaca por protagonista.
La cuestión es así: el narrador convierte un café Havanna en las inmediaciones de la Rural en su oficina de asesor económico. “Entraron el empleado de seguros, la mujer de la carnicería, la china de las tazas, los del kiosco de revistas, diez, doce, cien jubilados, se sentaron frente a mí y me contaron su nula capacidad de ahorro, y yo les aconsejé qué hacer con lo que tenían, incluso desarrollé la destreza para ayudarlos en la nada más absoluta”. De un camión, al otro lado de la avenida, empiezan a bajar a un grupo de vacas destinadas a la Exposición Rural. De pronto, ante un descuido de los peones, un grupo de animales se escapa. “De las dos que cruzaron la avenida una subió a la vereda [… y] se detuvo, del otro lado de la ventana, a mirarme. […] Quizás teníamos eso en común: avanzábamos, pero ni ella ni yo terminábamos de cruzar la línea capaz de liberarnos”.
Ese brillo que el narrador busca, que encuentra por primera vez desnudo y cubierto de barro en un galpón abandonado de Agronomía, es, entonces, la libertad. Busca la libertad, pero encuentra el arte. Podría parafrasear: busca la libertad y encuentra el arte. Volvemos, por lo tanto, a la pregunta del principio: ¿qué es el arte? Y ahora, después de haber leído Flora de perfil, podemos responderla: el arte es una vaca mirando a un financista a través de la ventana de un Havanna. O sea: el tránsito a lo desconocido.
Dice el narrador: “la desesperación no nos va a llevar a buen puerto. Pongan la mente por un rato en otra cosa. Distráiganse como yo en otras cuestiones. La gente que pasa. El arte. El tiempo como una cinta transportadora que nos arrastra a todos. Busquen un chamán, una hermosa gurú a la que le puedan canjear alguna de sus habilidades por algo que los saque durante un rato del mundo”. […] “Cuando todo parece venirse abajo, a veces, la única opción es quedarse sentado, con la mirada en blanco”.
Con su tono en el que no hay juicio de valor, sino solo curiosidad; con sus pinceladas de rabiosa actualidad; con su arte y sus amores, Flora de perfil es esa nave que puede sacarnos del mundo y transportarnos, por un rato, a la libertad. ///50Libros